Si alguna vez te encontrás en el estudio del artista Sam Adoquei, cerca de la estación Union Square de Nueva York, vas a ver una sorprendente y prominente pintura de John F. Kennedy en su lecho de muerte, dispuesta en una de las paredes. Date tu tiempo para mirar y descubrirás entre los deudos a un joven y fachero policía, vagamente familiar. “Soy yo”, dice Julian Casablancas, de 39 años, con una pícara sonrisa mientras camina hacia la pintura y señala a su doble. Adoquei, que pintó la escena cuando Casablancas tenía 18 años, es su padrino. Consumado retratista con una genial vibra de profesor, Adoquei fue un importante mentor para el cantante desde su temprana adolescencia. “De chico, vos sabés que lo que te dicen en la escuela es medio una mierda –afirmará más tarde Casablancas–. Él fue el primer tipo cool que conocí. Cuando empecé a tocar la guitarra, me dijo: ‘Vas a ser el próximo Jimi Hendrix’”.
En 1998, no mucho después de modelar para la pintura, Casablancas formó The Strokes con un puñado de amigos. La decisión cambiaría su vida en muchos sentidos –y si vos eras un joven fan de la música durante el cambio de siglo, es posible que haya cambiado la tuya también–. El primer EP de la banda causó una disputa entre sellos al despuntar 2001; el LP debut, Is This It, fue aclamado como un clásico instantáneo cuando arribó aquel otoño en RCA Records. El álbum consiguió dos hits que ingresaron al chart Canciones Alternativas de Billboard (“Last Nite”, en el N° 5, y “Someday”, en el 17) y, aún más importante, cambió el rumbo de la historia, que derivó en la búsqueda de chicos lindos con guitarras.
Esa es la leyenda. Vivirla fue más duro. The Strokes fueron muy famosos, muy rápido; se divirtieron hasta que la diversión se acabó y apretaron el freno en 2007, entrando en una fase de suspensión que, 11 años más tarde, no muestra signos de final. No están separados, pero no son tampoco una banda activa, especialmente desde que cumplieron su contrato con RCA con el disco Comedown Machine, de 2013.
Pero suficiente sobre The Strokes. Casablancas prefiere hablar de The Voidz, el impredecible grupo que lideró los últimos cinco años y que está en Nueva York para una presentación en el Tonight Show Starring Jimmy Fallon como anticipo del lanzamiento de su segundo álbum, Virtue, el 30 de marzo. El tecladista Jeff Kite, el baterista Alex Carapetis, el bajista e intérprete de sintetizador Jake Bercovici y el guitarrista Amir Yaghmai siguen a Casablancas y Adoquei alrededor del taller del pintor, lanzando exclamaciones sobre los nuevos paisajes impresionistas del artista (el sexto Void, el guitarrista Jeramy “Beardo” Gritter, se quedó en el hotel paralizado por un dolor de muelas).
Los miembros del grupo –rockeros tranquilos en jeans tajeados y capuchas– encajan fácilmente en cualquier escenario de festival norteamericano o, incluso, en cualquier audiencia de festival. Casablancas compara la experiencia Voidz a “estar en un dibujito animado adorable y perdido”, e, indudablemente, el trato amable entre los miembros del grupo, que van de los 35 a los 42 años, evoca una suerte de pandilla a la Scooby-Doo donde todos son Shaggy. El nombre de su grupo de mensajes de texto es “Lores del poder inmaculado”. Sus videos musicales parecen sobras de un film slasher rodado en el Sunset Strip en 1987. Para decirlo francamente, son los antiStrokes, tan sueltos, tontos e inconscientes como sus contrapartes eran escrupulosamente modernos.
Y después está el líder, más tranquilo estos días, pero incuestionablemente el centro de atención. Más temprano en la semana, en un show privado para amigos, cada teléfono de la habitación sonó mientras se dirigía al escenario. Los otros Voidz tuvieron que esperarlo un rato. “Perdón”, fue lo primero que dijo al micrófono, mientras todos se preguntaban cómo una estrella de rock puede llegar media hora más tarde.
Y que nadie se equivoque, Julian Casablancas es una estrella de rock. Es una cualidad irreducible, como su estatura (alta) o su color de ojos (marrón oscuro). Fue siempre un cantante particularmente carismático sobre el escenario, con un empuje que sigue derrochando actitud mientras muchos de sus rivales se desvanecen en la irrelevancia. Aún tiene eso, porque es así. La pregunta es la misma que ha resonado todos estos años: ¿Es esto lo que busca?
Son casi las diez de la noche cuando Casablancas deja por las suyas el estudio de Aroquei. Sale a la vereda con un tapado invernal que le prestó un miembro de la banda, arropado sobre su campera vintage de los Jets, mezclándose entre oficinistas que vuelven a la casa y gente que sale de fiesta.
Esta solía ser su ciudad, no es solo donde vivió los primeros 30 años de su vida, sino el lugar cuya significancia cultural él ayudó a definir para el mundo. Las canciones que escribió para Is This It, en particular, tienen una duradera influencia en la imagen que irradia Nueva York. Cada tres tipos que pasamos, uno viste como Casablancas en aquel álbum: cool sin intentarlo demasiado, tal vez un poco encorvado, tan cínico que resulta romántico.
Uno de esos muchachos de veintipico lo reconoce en MacDougal Street. “¿Julian? ¿Sos vos? ¡‘Instant Crush’ es mi canción favorita!”, dice el fan excitado, nombrando la canción de synth-pop que coescribió para el álbum de Daft Punk Random Access Memories, de 2013. Casablancas responde al pedido de foto sin mucho entusiasmo.
Tras meternos en un restaurante japonés, saca una novela de Albert Camus y un iPad Mini del bolsillo de su campera y los pone sobre la mesa. “Estoy tratando de deshacerme de esto –dice del artefacto Apple–. Lo uso en lugar de un teléfono, pero ahora lo estoy utilizando solo para mandar textos”.
Su tono es cansino cuando habla trivialidades. Se suponía que la entrevista iba a arrancar horas antes, pero él no parecía muy seguro de hacerla. Hubo un tiempo, antes de dejar la bebida en 2005, cuando él ya hubiera dicho al menos tres barbaridades a este punto de la noche. Ahora Julian es más cuidadoso; lo han prendido fuego periodistas que, según él, jamás lo entendieron.
En cierto sentido, su vida en 2018 refleja la de cualquier padre suburbano. El cantante vive a una hora de Nueva York con su esposa, la exmanager asistente de los Strokes Juliet Joslin, y sus dos hijos chicos. Es una vida de bajo perfil que le agrada, con pocos momentos de celebridad como el que acabamos de asistir. “En los viejos tiempos, ver a alguien como Drew Barrymore yendo a la sala era denso… no me parecía divertido –dice Casablancas sobre la estrella de Hollywood que salía con Fabrizio Moretti, el baterista de los Strokes–. No tengo nada más de eso. Está bueno”.
Hizo un solo álbum solista, Phrazes for the Young, de 2009, antes de decidir que se sentía mucho más cómodo como parte de una banda. Los músicos que contrató para aquel proyecto incluyeron a Kite y Carapetis, y sus zapadas informales fueron la temprana encarnación de The Voidz (aunque por entonces se presentaban como Goatmeal). “Era mágico –dice mientras mastica trozos de queso–. Poderoso, espiritual”.
El resto de la banda llegó gradualmente en los siguientes años, unidos por su amor por las encumbradas experimentaciones en el estudio. “El nombre de la banda, The Voidz, remite a explorar lo inexplorado –explica Casablancas–. Estamos todos enfocados en empujar los límites”.
El primer LP que hicieron juntos, Tyranny, de 2014, se arriesgó a traspasar los horizontes del gusto con canciones como “Human Sadness”, la ópera progresiva de 11 minutos lanzada también como single. Tyranny, que alcanzó el N° 39 del Billboard 200 y recibió críticas enfrentadas, nos animaba a decir que solo un genio podía hacer algo tan extraño. Virtue es otra cosa, y puede ser aún más extraño: es divertido.
Eso vale para la alucinación de Auto-Tune inspirada en el tema de El auto fantástico (“Qyurryus”), trip hop subacuático (“Pink Ocean”) y glam metal (“Pyramid of Bones”), todas excitantes nuevas categorías a las que el cantante refiere como “las mierdas que estoy escuchando, pero me gustan”. Sin embargo, y a diferencia del primer álbum de Voidz, los 15 tracks de Virtue incluyen un elegante contingente de canciones indie en el clásico estilo Casablancas. “Es un poco más amigable –dice–, creo que buscamos hacerlo más accesible”.
Quizás está siendo modesto, o quizá no sabe cuán emotivo es oír su voz apática en golazos melódicos como el single principal, “Leave It in My Dreams”, y canciones como “Lazy Boy” o “Permanent High School”. No hay tantos músicos capaces de hacer melodías inolvidables que salen sin el menor esfuerzo. Para todos los que esperaban volver a escucharlo en ese modo, Virtue es su álbum.
Julian nota el carácter colaborativo de la composición y grabación del álbum, la mayor parte del cual tuvo lugar entre 2015 y 2017 en Los Ángeles, donde viven la mayoría de los Voidz. Algunas canciones se remontan al Tyranny Tour de 2014: “Wink”, el caótico punto más alto del álbum, comenzó cuando Gritter enchufó su guitarra en el reproductor de DVD del bus, durante una tormenta de nieve en Dakota. Estaban en Kansas cuando Carapetis hizo el beat de “All Wordz Are Made Up”, una placentera zambullida en la dance music que Bercovici describe como “si Lionel Richie fumara DMT en el Caribe durante tres semanas”.
Mientras el álbum debut fue lanzado bajo el nombre de Julian Casablancas + The Voidz, el nuevo es acreditado simplemente a The Voidz. El nombre original, dice el cantante, fue un modo de morigerar las expectativas. “oFue una especie de seguro. Creo que quería evitar los típicos problemas de bandas, así no teníamos peleas o cosas por el estilo”.
Pero The Voidz, según parece, están más allá de las peleas de ego comunes en bandas de chicos de 20. “Pienso que muchos siguen teniendo 17 años por el resto de sus vidas –afirma Casablancas–. Todos nosotros estuvimos en bandas y ya experimentamos el cliché de las tensiones. Queremos que esto funcione, porque es lo que más importa”.
Una mesera se acerca para decirnos que el restaurante está por cerrar, pero Casablancas tiene ganas de seguir hablando. “Si querés seguimos hablando de mi aburrida historia”, dice.
Mientras caminamos por el SoHo, esta vez afortunadamente sin ser detectados por fans, Casablancas se refiere a la música pop actual, mucha de la cual no soporta. “Lo que me saca es la música científicamente testeada para hacer dinero –confiesa–. Es como hacer Coca-Cola y llamarla música”. El único single reciente que rescata es el remix de “Gucci Gang” de Lil Pump hecho por el rapero de Massachusetts Joyner Lucas, cuyo mensaje anticorporativo lo hace el No Logo de los remixes “Gucci Gang”.
Esto tampoco quiere decir que extraña los viejos tiempos. Vivimos un momento de renovado interés en el boom del rock de los primeros 2000, como lo demuestra Meet Me in the Bathroom, el best-seller de 2017 de la colaboradora de Billboard Lizzy Goodman. El libro toma su título de una de las canciones de Casablancas, y él es uno de sus más vívidos personajes, saltando de página en página, aunque no es uno de los más entrevistados. Pero a Casablancas le sorprende la nostalgia por aquella era. “¿Por ejemplo Limp Bizkit? –responde cuando se le pregunta por el rock de los 2000–. Ah, estás preguntando por The Strokes”. Suspira. “Como quieras. Hablemos de los Strokes”.
A otra gente le encanta hablar de los Strokes. El verano pasado, cuando el padre del guitarrista Albert Hammond Jr. lanzó el rumor de que estaban grabando con Rick Rubin, la banda debió salir a desmentir sus dichos por Twitter antes de que las cosas se les fueran de las manos. Casablancas no descarta hacer otro álbum con la banda (“Quiero decir, estoy asumiendo que lo haría”), pero no es un tema del que disfrute hablar. “Es difícil de explicar –agrega, citando inadvertidamente uno de sus más icónicos hits–. Quiero complacer a todo el mundo”.
Cierto apego emotivo a The Strokes, él sugiere, está basado en cuestiones superficiales. “A la gente les encantan los nombres de las bandas”, dice. Casablancas trae el caso de AC/DC, cuyo mayor éxito llegó tras la muerte del cantante original, Bon Scott, en 1980. “Adoro a Bon Scott –agrega–. No me interesa mucho AC/DC tras él. Pero las personas no tienen idea de quién es Bon Scott, solo gritan ‘¡AC/DC!’. Y yo pienso ‘Se quedan con el logo y la remera’”.
Casablancas continúa con otro ejemplo. “Es como U2 y todas esas grandes bandas. Esas bandas pueden sacar cualquier canción y la gente va a decir ‘Amo a esa banda’. Podés incluso cambiar todos sus miembros que a la gente no le importa”.
El punto al que quiere llegar es que la música de The Voidz tuvo una inmerecida recepción en parte debido a él. “Esto va a meterme en problemas, lo sé, pero a veces siento que puedo cambiar los nombres de las bandas y las canciones, y muchos van a decir ‘Oh, me gusta’ –explica–. O sea, si ‘Human Sadness’ fuera una canción de The Strokes, me imagino qué pasaría”.
Tampoco suena enojado o abatido. Es más como si lo sorprendieran los mecanismos de la fama después de todo este tiempo. En el libro de Goodman él mantiene que cuando empezaron los Strokes, su mayor sueño era ser como Guided By Voices o Built to Spill –una banda con suficientes fans para mantenerse en su propio camino, lejos del mainstream–. Su derrotero dio muchas vueltas, pero lo que consiguió con The Voidz puede cumplir aquel objetivo.
Pasada la medianoche, las calles del centro están vacías. “Por ahí estoy lleno de mierda –continúa Casablancas aún rumiando el largo arco de su carrera mientras llegamos al hotel–. Por ahí me engaño a mí mismo”. Se encoge de hombros y agrega: “La ironía es que, de todas mis teorías en la vida, la que menos he meditado es la de la relación entre Strokes y Voidz”.