Solange y yo nos encontramos en una estación transicional. Estamos a inicios de febrero, y los colores del Mardi Gras florecen en la ciudad de Nueva Orleans. El Hotel Pontchartrain está en la avenida St. Charles, y al caer la tarde, el Garden District quedará inundado con las imágenes y los sonidos del primer desfile de carnaval.
Por la tarde, el living del Portchartrain es un oasis. Solange me dice que busca esta quietud; la ayuda a programar. Al hablar de su hijo de 13 años –Daniel Julez Smith Jr.–, Snapchat y la conversación con chicas, se pone la mano en la frente y sonríe, divertida. Más tarde irá a buscarlo a la escuela, como siempre. Su marido y colaborador –el director de video Alan Ferguson– se encuentra de viaje: “Estoy como mamá a pleno”, dice.
Al final del otoño terminó Orion’s Rise, su serie mundial de performances del álbum A Seat at the Table, de 2016. En diciembre, ella informó a sus fans por Instagram que el diagnóstico de un trastorno en el sistema nervioso impediría su actuación en el festival AfroPunk de Johannesburgo, la noche de fin de año. “Todavía estoy aprendiendo cosas de mí”, escribió. Aun en períodos de descanso, Solange, de 31 años, persigue el cambio. La sabiduría y el esplendor de su mejor trabajo todavía flotan en el aire, pero ella sigue haciendo coreografías, diseñando sets, viajando y escribiendo nueva música. Ahora ensaya con Steve Lacy, el joven productor de 19 años. “Él es como ‘Ok, tengo estos acordes, vamos’”, cuenta. Solange quiere sumergirse en la cultura zydeco. “Cientos y cientos de personas llegan cada fin de semana a caballo o en tren desde Texas hasta Luisiana –me dice–. Es una parte de la historia negra que nunca escuchás”.
A Seat at the Table, el tercer álbum de Solange, fue el primero en debutar en el N° 1 del Billboard 200, y su primer single, “Cranes in the Sky”, ganó un Grammy por Mejor Performance en R&B. Cuando su hermana Beyoncé habló con ella para la revista Interview a inicios de 2017, Solange reveló que había escrito “Cranes” (“grúas” en inglés) ocho años antes, cuando era una madre soltera en Miami, mientras se escuchaban ruidos de un edificio en construcción. “Recuerdo que miraba hacia arriba y estaban esas grúas en el cielo. Se veían tan pesadas que dolían los ojos, y nada que identificara con paz y refugio”, dijo. Tocarla durante la gira no fue fácil. “No podía respirar, perdía el equilibrio”, me dice.
El disco es un trabajo atípico: los cuestionamientos de una mujer artista que irradia sentido común. La audiencia negra, especialmente, tomó los mensajes de amor a uno mismo, y esa fue la intención de Solange. “Esto es para nosotros”, anuncia en el himno “F.U.B.U.”. Su poesía clarifica la bronca de una generación, la indignación, la confusión y el derecho al placer. Su estilo compositivo (escribió cada canción trabajando con antiguos colaboradores, incluyendo a Raphael Saadiq) consolidó su estatus como letrista. Y los acompañamientos visuales (una suite de videos que situaban a Solange en paisajes imposibles y evocativos desiertos, rodeada de su familia de bailarinas) conformaron una gramática conceptual. Solange es una estudiosa de la coreografía de Yvonne Rainer y los personajes de Lil’ Kim.
Además de ser madre, hija, hermana y esposa, se identifica como una artista de performance. Hoy tiene un porte arquitectónico: pantalones marineros algo aflautados, una blusa blanca estructural y su pelo afro presidiéndolo todo como un sol rubio electrónico. Hacemos algunas bromas sobre las payasadas del reality Real Housewives of Atlanta y de pronto se pone seria. “Tengo muy en claro que no me interesa la industria del entretenimiento en este momento –me aclara, recostándose en el sillón–. Eso puede cambiar. Puede haber un momento en que diga ‘Ey, amo este juego’. Pero por ahora no me interesa”. Sin ser supersticiosa, Solange cree en la intuición. Saca a mostrar sus trabajos cuando sabe que están terminados; entregó a su sello A Seat at the Table cuatro días antes de que apareciera en iTunes. “Pienso sobre mi percepción y en cuántas veces no la escuché y cuántas veces eso me arruinó”, dice.
Interesada ahora en “activar” espacios, Solange está diseñando performances para galerías y museos. En la Tate Modern de Londres exhibió Seventy States, un “dossier digital” de piezas de arte performático. En la primavera de 2017, Solange invitó a los espectadores a que vistieran de blanco para asistir a su muestra en la rotonda blanca del Museo Guggenheim de Nueva York. Thelma Golden, directora y curadora del Studio Museum en Harlem, estuvo allí. Ella compara a Solange con Adrian Piper y Kara Walker. “Pasé mi vida en museos –dice Golden–. Cuando fui al Guggenheim, tuve un montón de sensaciones difíciles de describir, lo que significa estar frente a uno de los grandes templos de la cultura. El espacio quedó transformado, recreado, literalmente como una esfera negra”.
Su madre, Tina Knowles-Lawson, educó a Solange en el arte negro desde que era una niña, y ahora es una contemporánea de artistas como Kahlil Joseph, Toyn Ojih Odutola y Lynette Yiadom-Boakye, cuyas pinturas adquieren vida en el video de “Don’t Touch My Hair”, el track de A Seat at the Table. Mientras hablamos, Solange acaba de ser nombrada Artista del Año para Harvard. Ella suspira; el reconocimiento de esta institución es algo diferente. “Todavía estoy elaborando el merecimiento de este honor colosal –explica–. No provengo de un linaje de mujeres educadas en la universidad. Me siento muy humilde y apreciativa, siendo una madre adolescente de 18 años que no fue a la universidad, que siempre tuvo que explorar la academia por su propia cuenta”.
Como preadolescente, Solange bailaba en las presentaciones de Destiny’s Child. A los 16 lanzó su primer álbum, Solo Star. Casi 16 años después, “evolución” es su palabra clave. Antes de abandonar el living, Solange escribe una breve guía de Nueva Orleans en mi cuaderno de notas. Dice que tengo que sentarme dentro de la escultura Vessel, de Radcliffe Bailey, instalada en Crescent Park. “Hay algo en el sonido”, me explica. (La mañana siguiente, me senté en el metal cilíndrico junto al río Mississippi y escuché el sonido del agua de una concha marina).
¿Qué sentís cuando tu trabajo coincide con la agenda política? Como cuando tuviste que actuar en Saturday Night Live días antes de la elección en 2016.
– David Chappelle estaba ahí preparando su performance (para el episodio siguiente) y fue divino, me dio ánimos. Yo estaba paralizada, tal era el pico de emociones que hubo en aquella semana. Fue muy denso tener el álbum y tocar una de las canciones, “Don’t Touch My Hair”, superpuesto con lo que estaba pasando en el país. Sentí un montón de presiones para dar mi mensaje en ese contexto. Ciertamente, no calculé que el álbum saliera en ese momento. Siempre lancé mis proyectos cuando los consideré terminados. Incluso ahora, pienso en escribir canciones para mi nuevo proyecto y siento que este es el momento exacto. Voy a cumplir pronto los 30 y estoy lista para escuchar y recomenzar.
¿Cómo cambió el proceso creativo a través de los años? ¿Sentís la presión para sacar otro álbum?
– Esto de sacar un álbum y presentarlo, para luego volver a trabajar en otro y tan pronto como esté trabajar en otro más, es el ciclo que la industria musical ha impuesto para nosotros. Pero los artistas son realmente caprichosos. Y yo ahora tengo un hijo de 13 años, y eso acompasa el ritmo en que llevo mi vida y mi trabajo. Me importa estar presente en su vida. Me alivia escuchar a otras madres decir “Sí, yo tengo que hacer todo eso también”.
¿Dónde estás componiendo ahora?
– Estuve trabajando en Laurel Canyon, Topanga Canyon y Jamaica. Realmente estuve siguiendo a Joni Mitchell. Ha sido muy salvaje. Pasé cuatro días en Jamaica grabando en un estudio; el último día, el dueño vino y me dijo: “¿Viste ese mural que está bajo las escaleras, al lado de la cabina del ingeniero de sonido? Lo pintó Joni Mitchell”.
¿Qué categoría de música pop te seducía en el pasado?
– A lo largo del EP True (de 2012), escribí una disertación sobre crear un disco pop que fuera refinado y al mismo tiempo intrincado, que explorara el espacio, el tiempo y la identidad. Eso fue durante un tiempo, especialmente en el indie, donde el pop era una especie de término pegajoso y prohibido que todos queríamos evitar. Pero yo siempre asocié al pop con popularidad, y, vos sabés, D’Angelo vendió unos discos muy locos. Lauryn Hill vendió millones y millones de discos. Beyoncé vendió discos. Esas eran las estrellas cuando yo era chica; y yo no internalizaba al pop, ni lo internalizo ahora, como un término reductivo y despectivo. Quiero poder mirar hacia atrás, a mi trayectoria hasta el presente, y decir “Ey, tuve una visión singular. Este es el modo en que veía al mundo y el modo en que quería verlo, y me siento orgullosa de eso”.
¿Actualmente qué músicos te movilizan?
– Tierra Whack. Ella me regaló una remera que dice “Tierra Whack es mi mamá”, y yo la visto gustosa. Amo a Cardi B. No aguanto la espera para escuchar su nuevo disco. Moses [Sumney] y Kelela hicieron trabajos increíbles el año pasado. Azealia Banks está sacando algo nuevo; yo creo que ella es un fenómeno. Leí que Missy [Elliott], Busta [Rhymes] y Kelly [Rowland] están sacando un disco hoy (Get It), que esta noche voy a escuchar en casa. Missy es… bueno, es una madre.
¿Miraste los Grammy?
– No pude, estaba en el estudio. Pero vi algunas de las performances por Internet.
¿Qué opinás de la controversia sobre la falta de representación femenina y la falta de reconocimiento a la gente de color en las entregas de este año?
– Me gustaría ver más diversidad en todas las instituciones, y no me refiero solo a la música, el arte y la moda. Me gustaría ver más gente como yo tomando decisiones. Pero ciertamente no suscribo a los premios como el único modo, el mejor o el más importante para celebrar un trabajo. Mediante Saint Heron [una marca fundada por Solange que abarca un sello discográfico, una compañía de management y más] deseamos resaltar, empoderar y contar nuestra historia, y celebrarla todos los días. No esperamos a nadie que nos diga lo que hay que hacer. Yo fui testigo de cuando mi madre creó el espacio en el que quería estar, fuera este un salón de peinados, un pequeño negocio o una idea que arrancó en nuestro garaje.
Recuerdo cuando me enteré, en 2012, de que te mudabas de Brooklyn a Nueva Orleans. Me pregunté si no era una migración a la inversa.
– Yo lo sentí casi como un regreso a casa, porque extrañaba el sur. Vivir en el sur tiene ciertas cualidades que se conectan realmente conmigo. Hay como una lentitud. Rítmicamente, siento que me muevo mucho más lento. Lo mismo pasa con mi trabajo. Me gusta tomarme mi tiempo con las cosas.
Vos creciste en Houston, pero tu madre es de Luisiana. ¿Habrá eso influido en tu mudanza?
– Realmente quería conectarme con los orígenes de mi madre. Su familia es de New Ibera, que queda a dos horas de aquí. La familia de mi padre es de Alabama. Me intrigaba saber qué efecto podía tener la cercanía de mis raíces, espiritualmente y artísticamente, y también como madre. También quería vivir en una ciudad negra. Houston, Brooklyn y Los Ángeles son ciudades muy diversas, pero la mayoría de su población no es negra. Para mí es fabuloso ver a mujeres negras ocupar todos los estratos del espectro social, aquí en Nueva Orleans. Compuse casi todo el material de A Seat at the Table en New Iberia. Iba y venía, por un espacio de tres meses. Iba de lunes a viernes y volvía para el fin de semana, o a la inversa, dependiendo de la agenda de mi hijo.
¿Descubriste algo de la familia de tu madre que no sabías?
– Nuestra familia posee un cementerio en New Iberia, hasta el día de hoy. Lo visitaría. Estar en el lugar me enseñó más que cualquier investigación. Sentí esa energía, y la guía, la creatividad para escribir, estando allí.
Tus actuaciones en lugares como la Chinati Foundation en Marka, Texas, y el Guggenheim de Nueva York conectan tu trabajo con espacios institucionales que habían excluido a los artistas negros y su producción cultural. ¿Te pone ansiosa tu entrada al mundo cultural?
– Por un lado, me siento muy agradecida de que mi mamá nos haya introducido al arte negro desde muy chicos. Pero creo que nunca vi como posible la existencia de una mujer negra que sea una artista multifacética. En los últimos cien años nos volvimos más comprensibles y defensoras del arte multidimensional, pero aún queda mucho por recorrer. Fui bastante clara respecto a que no estoy interesada en entrar a esos lugares a menos que los ocupe con satisfacción. No puedo explicarte lo que sentí yendo a aquella rotonda [en el Guggenheim], viendo todos esos rostros negros y morenos. Constantemente trato de conectarme con mi otro yo de los 13, 14, 15 años. Imaginate lo que sería ver eso a esa edad.