Suena y parece lógico. De alguna manera lo es. Y ocurre casi al mismo tiempo. Uno: gran parte del sonido platense de los últimos años empieza a modificarse, a mutar, a ser otro en nombres y resonancia. Dos: uno de los puntales y principales nombres alrededor de todo ello –Shaman Herrera– se fue de la ciudad. Se mudó, arrancó hacia Epuyén –pleno sur patagónico– para ser otro. Y además: al tiempo que armaba las valijas junto a su compañera, nacía su hija, Govinda. “Estoy acá. El viaje del que te hablaba finalmente tuvo este destino, ahora estoy viendo para dónde arranco”, dice.
Su nombre es referencia obligada al momento de pensar en, por ejemplo, El Mató a un Policía Motorizado, Prietto Viaja al Cosmos con Mariano, La Patrulla Espacial y Sr. Tomate. A todos los produjo y con todos compartió estudios y escenarios. De los últimos, terminó formando parte estable de la banda. Pero Shaman no apuntaló su obra solo a fuerza de producir discos de otros. Llegó a La Plata en 2001 desde su Comodoro Rivadavia natal tras descartar una carrera vinculada a la oceanografía. Durante sus casi 20 años en la capital bonaerense, apuntaló una obra tan propia como inquietante y única: un todo que, a la vez, es canción folklórica y también eléctrica, es psicodelia y pulso folk. Sumado al registro grave de su voz, que muchas veces es un instrumento más, y a su porte entre trovadoresco y de gurú maldito. En esa etapa editó casi una veintena de discos, entre piratas, oficiales y colaboraciones –su última producción fue Sueño real (2015, producido junto a Ernesto “Neto” García, productor de Natalia Lafourcade, Los Bunkers y Julieta Venegas, entre otras estrellas planetarias)–, y allí se puede volver sobre algunas composiciones que, como pequeñas joyas, devuelven el reflejo de todo aquello: Sonriendo, Círculo sin centro, Primer color, La niebla, Perdemos la piel, El árbol y más. Aquella no fue la única vez que alguien de renombre y peso en la escena lo produjo: en dos ocasiones –sus discos de 2011 y 2013– se encontró trabajando junto a Daniel Melero.
Por estos días acaba de editar El primero es el último. Y ya hay mucho ahí, en lo que surge desde la tapa, tan a la vista: él, de espaldas, adentrándose en plena lumbre del día en un bosque frondoso; todo es verde, todo es árbol, todo hojas sobre el pasto. “El año pasado volvimos a nuestro lugar favorito en el mundo a criar a nuestra hija. El universo de mis canciones es este lugar: el río, las montañas, el fuego, el desierto, la inmensidad, la introspección. Estando en La Plata pude mirar hacia acá y crear esto que se repite constantemente. Imaginé que entendía lo que ahora comprendo al caminar por el bosque. El disco nace en este proceso de vuelta al origen, pero con la experiencia de lo vivido”. Shaman hace un alto en su cotidiano, entre otras cosas, levantarse muy temprano a cortar leña, producir –en estos momentos está trabajando en los discos de Laika Perra Rusa (La Plata) y Tapera Espacial (Neuquén)– o sentarse a mirar dibujitos con Govinda, y cuenta: “El anterior lo trabajamos con Neto García, maestro zen del audio. Aprendimos mucho. Ahora volvimos a las fuentes, a la producción colectiva como en los anteriores. Siento que somos infinitos y fugaces al mismo tiempo, y mi música siempre intenta colisionar con lo que está pasando, aunque no necesariamente sea moderna. Más bien busco ser genuino”.
El primero es el último empieza con una breve pieza instrumental de piano, guitarra acústica, cuerdas y vientos. Y así suena todo, el nudo de la madera de este disco: mezcla de música de cámara con canción folklórica, tantísimo menos eléctrico, el vacío de la guitarra lo llenan el piano y la tuba –toda una sorpresa en el sonido, que cobra mucha más presencia en vivo–. Así pueden señalarse, por ejemplo, la que en su momento fue el simple adelanto, “Govinda”, dedicada a su hija; “El primero es el último”, que reúne todas y cada una de las puntas del disco; y “Yermo”, con su encantador comienzo que tanto hace pensar en la música folklórica chilena. Estas músicas suenan a transición, a pasaje. “Fue un proceso mucho más largo y meditado que ‘Sueño real’, nos dio la posibilidad de ir componiendo a medida que avanzábamos”.
Lo dicho por Shaman: tuvo una producción y un trabajo colectivo y errante: Buenos Aires, La Plata, Epuyén conforman una labor a tres bandas, nuevamente junto a Los Pilares de la Creación –agrupación que lo viene acompañando durante todos estos años, conformada por Adrián Conti (bajo), Ale Bértora (sintetizadores y trompeta), Eduardo Morote (batería y programaciones), Julián Rossini (piano) y Pablo Girardín (tuba)–. Su letrística sigue latiendo en un clima místico y ensoñado, cada vez más a bosque y campo traviesa. De hecho, en algunos pasajes podría rastrearse una especie de réquiem hacia lo urbano –“El himno elemental, es tan particular, perdido en la ciudad” en Murmullo cruel– y de bienvenida a la montaña –“Una a una las estrellas se hundirán en esta noche para nunca más volver y en la soledad naciente habrá un cielo diferente”, en el tema que da nombre al disco–. Si en la ciudad y sobre el escenario Shaman era un derviche suburbano, ahora parece que está en su hábitat, y por eso este disco puede tomarse como el primer paso hacia la afinidad sonora de crear su propio bioma musical. Ya no aquello: sino un paisano en la nada, un caminante entre los árboles, un leñador, un padre. Si en una mudanza a veces se tiende, obligado o no, a largar, a dejar escapar y caer cosas para hacer lugar, eso parece haberse traducido a una pequeña mudanza de sonido de Shaman: más limpio, menos distorsión, más espaciada. Y la potencia, térrea, agreste, etérea. Una de las tomas de prensa del disco lo encuentra en un impresionante parecido a la tapa de All Things Must Pass, de George Harrison.
Por momentos estas canciones suenan como las aguas cristalinas de un río del sur. Como ese mismo que casi baña el patio de su casa, en el que el verano lo verá zambullirse junto a su pequeña hija. Y así será, tal vez, la música de su canción.