Sam Smith -una figura de 1,87 metros- canta tranquilo al micrófono, y está harto. Pero el director le pide otra toma. El cantante mira a los cielos, o en realidad, a las vigas del techo de esta pequeña iglesia del este de Londres. Está ahí, en una tarde tranquila de septiembre, desde el mediodía, para cantar algunas canciones de su próximo álbum, el segundo, que todavía no tiene título. La idea del sello es tener “contenido extra”. A diferencia de sus pares, que largan un constante caudal de contenido entre los álbumes para mantener su perfil alto y a sus fans saciados, Smith estuvo callado durante el último año y medio. Su reaparición en la vida pública merece una fanfarria.
La presentación de hoy será lanzada durante los próximos meses al mundo on-line y anunciará el regreso de la prominente estrella británica masculina del soul de esta generación. En ese sentido, lo tomará en su hábitat natural, porque si bien las canciones de Smith son temas altamente pulidos y radio friendly, el foco principal del hombre está en su voz, algo ante lo que hay que maravillarse.
La mayoría de los artistas pop pueden cantar, por supuesto, pero Smith lo hace con un estilo dramático que recuerda a Gladys Knight, Whitney Houston, Amy Winehouse. Es en parte tenor y en parte falsete, suave como un gato persa. Una voz que Beyoncé definió como “dulce” y que para Mary J. Blige “te cubre”.
“Es un cantante fenomenal”, dice la artista pop británica Jessie Ware, gran amiga de Smith desde hace cuatro años. Y cuenta que está mejorando todo el tiempo: “Cuando lo ves cantar en vivo, sorprenden su control, su técnica y su emoción”, agrega.
En el fondo, lo que termina elevando la voz de Smith es la emoción sin filtro: tiene un dejo de melancolía que pinta al autor, un hombre abiertamente homosexual (y de momento soltero), particularmente desesperanzado en cuestiones del corazón. “No tuve mucha suerte en mi vida romántica, es cierto –confiesa–. Todo fue bastante difícil, y supongo que en mis canciones eso termina saliendo”. En la iglesia, vestido con seda brillante y algodón, elegante al estilo Rat Pack, mira al público reunido –el equipo de producción, gente del sello, yo– cada vez que termina una canción, como si buscara, a falta de los aplausos de los fans, nuestra aprobación. Un día después, cuando nos encontremos en la sede londinense de su sello, me dirá que eso era exactamente lo que buscaba: “Ah, soy muy vergonzoso respecto de mi voz para cantar, siempre fui así”.
¿Incluso ahora? ¿Aun cuando logró 4,4 millones de unidades equivalentes vendidas en su álbum debut de 2014, In the Lonely Hour, en los Estados Unidos (según Nielsen Music); ganó cuatro Grammy; tres Billboard Music Awards; y, por Writing’s on the Wall, la canción que hizo para el film de James Bond, Spectre (2015), un Óscar? Smith asiente. “¡Totalmente! ¡Ahora más que nunca! Incluso cuando estoy cantando en el estudio, veo las caras de las personas para saber si hice un buen trabajo”.
Son casi las cinco en punto en la iglesia, y Smith estuvo haciendo un tema nuevo, Burning, una y otra vez. Como muchas de las canciones en este nuevo álbum, Burning es un ejercicio de autoflagelación. “¿Respetarme a mí mismo? / Ese río se secó”, canta. Una vez terminado, pide escuchar el playback. Si disfruta del sonido de su propia actuación, no lo parece. Al finalizar, trata de irse. El director interviene. Pregunta si pueden hacer una última toma. “No –responde Smith–. Es suficiente. Está bien como está”.
Pausa. El comportamiento de diva es algo perfectamente aceptable cuando lo hace alguien con derechos genuinos a serlo, pero Smith no se encuentra en ese nivel, al menos no todavía. Puede estar cansado y hambriento, pero también es educado. Rápidamente cede y se pone frente al micrófono, cantando nuevamente. Mientras canta, cierra sus ojos y uno puede darse cuenta de que sigue teniendo el mismo dolor que sintió cuando compuso la canción.
Veinticuatro horas después, el cantante de 25 años está reclinado sobre el asiento de cuero del sillón que hay en la oficina del sello. Viste un buzo negro y jeans azules. Sus pies, con zapatillas, están estirados. Su cara dibuja una amplia sonrisa. “Estoy de buen humor –anuncia–. Me siento genial”.
Pasa una mano por su pelo, que se cortó hace poco, lo suficiente como para que pasar los dedos cueste: no hay suficiente pelo. Desde que los paparazzi le sacaron fotos poco halagadoras en una playa australiana hace unos años (“Me veía gordo, espantoso”), se convirtió en un enfermo del gimnasio: va tres veces a la semana, tiene entrenador personal, hace mucho ejercicio cardiovascular, muchas pesas. La pérdida de peso exagera sus facciones distintivas –una mandíbula dura; ojos grandes al estilo Disney– y estira la sonrisa aún más todavía. Si es uno de esos cantantes que logran lo que todas las estrellas pop aspiran a ser –convertir la tristeza en algo bello–, en persona su optimismo es encantador. Esperaba encontrarme con Eeyore, el burro de Winnie The Pooh. “Pero ¡yo soy alegre! –insiste–. Bueno, la mayoría de las veces. Tiendo a guardarme eso para mí y mi familia. Solo saco mi tristeza cuando voy al estudio. Es más fácil componer canciones tristes que alegres”.
Y eso se nota en el nuevo álbum. Si el debut era un “gin tonic con amigos, llorando sobre el amor”, entonces este es un whisky tarde a la noche, tomado en soledad. “Es deprimente. No es un disco alegre”, afirma. Su primer single, Too Good at Goodbyes, coescrito con Stargate, es un intento de parecer duro cuando en realidad en el interior está aullando, e incluso el canturreo hermoso de Midnight Train está compensado por la tristeza de la letra. A fin de evitar que sus fans aparezcan convencidos de que el hombre tiene pensamientos suicidas, rápidamente admite que solo tres de las diez canciones de la edición estándar (la de lujo tiene 14) son sobre él. “Las otras son sobre situaciones que les pasan a mis amigos o sobre el mundo en general”, dice.
Y así, el track Him es una confesión homosexual; mientras que Pray, el cierre, es una colaboración con Timbaland con tintes góspel e inspirada por su paso breve por Irak con la ONG War Child. “Pasé cinco días en Mosul y volví avergonzado de lo poco que sabía sobre el mundo y sobre las vidas de otras personas –dice Smith–. Agarré esa frase de Nina Simone que dice que es importante hablar sobre los tiempos en los que uno vive. No lo había hecho; solo había escrito un par de canciones sobre el amor. Quería escribir sobre cómo había empezado a abrir mis ojos, a los 25, ante lo que estaba pasando en el resto del mundo, y eso no siempre es lindo”.
Pero la canción de la que está más orgulloso es Burning. Es el tema más personal que compuso, dice. “Qué gran carga, este fuego en el pecho”, canta, haciendo referencia a un romance que se terminó, pero también, admite, a las presiones del éxito a nivel global. La otra es una cuestión a la que vuelve frecuentemente: qué se siente ser un hombre joven, gay, con el mundo a sus pies, y cómo en semejante posición uno puede sentir que la salud mental colapsa.
“Después de los Óscar [en 2016], empecé a salir mucho, a no respetarme, a tomar y fumar mucho –relata–. Normalmente suelo ser muy saludable, pero en ese momento no lo fui, ni física ni mentalmente. No me estuve cuidando; entré en una espiral hacia abajo. Perdí contacto con amigos y familiares. No estaba bien”. El hecho de que hubiera estado tanto tiempo soltero tampoco ayudó (si bien recientemente fue fotografiado en Nueva York tomado de la mano con Brandon Flynn, el actor de 13 Reasons Why). “Estuve medio atrasado con mis relaciones –confiesa–. Desearía estar en una relación de largo plazo para esta altura. Pero no me mudé a Londres hasta los 19. Crecí en un área donde era el único chico gay del colegio, del pueblo. Sería emocionalmente más rico si estuviera en una relación a largo plazo, pero entendiendo que no fue fácil antes, ¿por qué habría de serlo ahora, no?”.
Smith fue criado en un pequeño pueblo rural de Cambridgeshire, y es el mayor de tres (tiene dos hermanas). Su madre era banquera mientras su padre se quedó en casa para criar la familia. Smith descubrió que podía cantar desde temprano, y tuvo su primer mánager –un pintor y decorador– a los 11. Firmó su primer contrato a los 16, pero el éxito no llegaría tan rápidamente.
Fue a fines de 2012, a los 20, que finalmente tuvo un poco de tracción. Apareció en Latch, del grupo británico Disclosure, que llegó al Nº 7 del Billboard Hot 100 en 2014; y en 2013, en el single La La La, de Naughty Boy (que llegó al Nº 19). Fue entonces cuando su futuro jefe en Capitol Records UK, Nick Raphael, dijo: “Mierda, ¿cuándo puedo hablar con él?”.
Raphael lo contrató al poco tiempo y le dio carta blanca en el estudio, y Smith cumplió. Si, digamos, George Michael tuvo un período frívolo con Wham! y disfrutó de la parte divertida del pop antes de meterse en su cautivadora y angustiosa faceta, Smith arrancó con las cejas serias desde un principio, más Jesus to a Child que Wake Me Up Before You Go Go. Como con Adele, su música tiene una seriedad intrínseca; si te rompieron el corazón hace poco y después te lo pisotearon, entonces lo buscás a él.
Smith se pone notablemente incómodo ante la mención de su nombre entre el de sus ídolos. Esto probablemente sea porque la fama sigue siendo, por ahora, una vestidura que no le sienta bien. Dice que quiere mantenerse cuerdo a toda costa. Todavía se toma el subte en Londres y en Nueva York. No tiene guardaespaldas, y cuando sale a boliches, lo hace con amigos, no con gente. Recientemente compró su primera casa, en Hampstead –el barrio cheto de Londres que George Michael también llamó su hogar–, y vive con una hermana y uno de sus mejores amigos. “Estoy convencido de que así te cuidás –reflexiona–. Si no actuás como famoso, no lo sentís y no llamás la atención. Cuando voy a un boliche gay ahora, está bien porque quiero pasarla bien, como todos. Si termino realmente borracho y alguien viene a mí, siempre soy educado”. Pero les pide que no se saquen una foto. “Porque estoy borracho, y me veo horrible. ¿Quién quiere una foto horrible suya ahí afuera?”.