“Los soñadores no aprenden más”, solloza al micrófono Thom Yorke en “Daydreaming”, el tema con el que Radiohead abre el show que marca el regreso del grupo a la Argentina después de nueve años y el cierre de la primera edición del Soundhearts Festival, que cuenta con el apoyo de Heineken. Detrás suyo, un teclado dibuja un arpegio en tiempo de vals que se evapora y se vuelve a condensar para sostener con delicadeza la frase que tiene más de resignación que de imperativo. Delante, las casi 40 mil personas que colman Tecnópolis escuchan con silencio de teatro.
Sin solución de continuidad, “Ful Stop” puso a Radiohead (que en vivo deviene en sexteto a dos baterías) a sonar con musculatura de banda y a Yorke, teclado en mano, a trasladarse dando pequeños saltos sin dirección determinada, como una marioneta cuyo dueño ha perdido el pulso. Después de las dos de A Moon Shaped Pool, el disco que se encuentran presentando, una de In Rainbows (2007), «15 Step», para que Jonny Greenwood (que ya había subido al escenario por la tarde junto a Junun) despliegue un folk eléctrico desde la guitarra que manipula con la obsesión de un científico encerrado en su laboratorio.
Entonces sí llegó la primera interacción con el público. Sólo que sin palabras. Uniendo vocales en modo aleatorio, Yorke, el frontman de carisma retraído, parodió las intensidades del discurso con el que cualquier estrella de rock se dirige a las masas, y así tuvo su saludo deforme y moldeable, fiel a la esencia de Radiohead. A bordo de un riff espeso y de circularidad neurótica, «Myxomatosis» se conformó en uno de los puntos de mayor efervescencia de la noche.
A modo de contrapunto, la seguidilla «Lucky», «Nude», «Pyramid Song» (con una primera a parte de dúo de piano y guitarra a cargo de Greenwood y Yorke) llevaron las paranoias al plano de la canción de amor en los tiempos de la hipercomunicación; mientras las melodías parecían desgranarse, Radiohead procedía a encogerse despigmentando el trip hop y llenando el espectro sonoro de sutilezas que podían percibirse gracias a un sonido impecable. Con bombo en negras y los osciladores en color rosa saturado en las visuales, «Everything In Its Right Place» tuvo a los de Oxford ofreciendo su propia lectura de la rave, más cerca del trance interno que del éxtasis colectivo, clima que repetirían, aunque en clave noise, en «My Iron Lung».
Para «The Glaoming», sin embargo, un incidente en el vallado obligó a Yorke y compañía a pausar su derrotero de conflictos de fin de siglo. «Vamos a parar unos minutos por un problema de seguridad antes de que alguien pueda salir lastimado», dijo el cantante. 15 minutos después, retomaron justo donde habían dejado, en los versos desgarradores de un estribillo que implosiona una frase terminal: «Las paredes se doblan con tu respiración». Antes de la primera tanda de bises, «Feral» y «Bodysnatchers» ofrecieron los momentos guitarreros del show, entre acordes que parecen chocarse entre sí, Jonny Greenwood apiló yeites de rock clásico, como si Hendrix fuese desarrollado en un código QR.
Después de que una luz cenital se posara sobre Yorke para «Exit Music For A Film», «The National Anthem» e «Idioteque» funcionaron como el clímax de clásicos en una lista que, mayormente, prescindió de ellos. «Present Tense» con aires latinos y «2+2=5» con armonías vocales de definición precisa, por el contrario, hicieron las veces de remanso que precedió al cierre definitivo. A modo de regalo para los que fueron a buscar hits, los dos últimos temas del show se corearon de principio a fin. «La ambición te hace ver bastante feo» cantó Yorke flameando en slow motion en «Paranoid Android», esa suerte de himno para la generación que se hizo adulta bajo la nube negra del Y2K. Y entonces sí, el desamor alienante de «Creep» terminó por aunar a 40 mil personas que alguna vez sintieron «No pertenecer aquí». En dos horas y media de show, Radiohead, la banda que exploró los resquicios más frágiles del rock para crear una imaginaria de desolación abrumadora y así convertirse en la más relevante de los últimos 25 años, encontró una nueva manera de decirnos que, no importa cuán roto esté el mundo, estamos condenados a soñar.