Las hojas con las letras, mecidas por la inminencia eléctrica, se arremolinan en el centro del escenario. En el clímax de “From here to eternity”, Nick Cave acaba de pegarle una patada bestial a su atril y Warren Ellis invoca la tormenta con la pedalera de su violín. A nuestras espaldas, una serie ininterrumpida de relámpagos ilumina el Río de la Plata. Se acaban de quemar todos los papeles. Esta es una banda con los ojos morados y la nariz rota: después de la muerte de Arthur Cave y el duelo público que significó el estreno de «One more time with feeling», perdieron a su tecladista Conway Savage, pero Cave se mueve por la pasarela como si fuera una pantera enjaulada. Es guapo y no pide anestesia. Pide que escuchemos su corazón latir. Pide que invoquemos a los espíritus en una balada y que empujemos el cielo un poco más lejos. Pide lo imposible.
Los pronósticos anunciaban un cien por ciento de probabilidades de lluvia, pero de ninguna manera podían prever la sucesión de eventos de esta noche. Todo comenzó en orden. Sobre las gradas de cemento se mezclaban seguidores de Chillan Las Bestias, veteranos con remeras de Johnny Cash y chicas en su salsa de tinta negra. Aunque habitualmente queda oculta por su cara for export, Montevideo tiene este lado oscuro bajo la manga. Muchos años atrás, en esta misma ciudad, las malas semillas encontraron suelo fértil. Uno de sus frutos más notables fueron los Buenos Muchachos, los encargados de abrir la velada. Bien por la producción. La banda de Pedro Dalton y el Topo Antuña no solo tiene la estirpe necesaria para bancar la parada, sino también el hándicap artístico. Su set, breve y atmosférico, es ejemplar. Dialoga con la música que viene, pero no es epigonal. El público los celebra con unanimidad: “¡Vamos los Buenos!”, brinda un periodista, con su vaso de Pilsen bien alto.
A las 21:49 se apagan todas las luces y la arcada del Teatro de Verano, abierta en dirección al río, es la proverbial boca del lobo. Desde el fondo llega la letanía de “Jesus alone” y Nick Cave, delgado como una marioneta, sale directo al rodeo. Tiene los zapatos lustrosos y su sombra, proyectada contra la pared de ladrillos, se mueve furtiva como el Drácula de Francis Ford Coppola. Toca las manos de la primera fila y los Bad Seeds, atornillados en sus puestos, oscilan con su swing amenazante. Después de muchas batallas, Thomas Wydler (batería), Martyn P. Casey (bajo), Jim Sclavunos (percusión), George Vjestica (guitarra), Toby Dammit (teclados) y el gran Warren Ellis (violin, guitarra eléctrica, flauta) han logrado lo que muy pocos: estilizar su sonido y no perder el filo. Mejor aún. Con trajes entallados y este rock de cámara suenan más peligrosos que cuando eran unos yonquis impenitentes. Entre otras cosas porque, a esta altura del partido, queda claro que no se trataba de un fin de semana salvaje. Esto era la vida.
Siguen “Magneto”, “Higgs Boson Blues” y el reclamo psicópata de “Do you love me?”. El recorrido, si bien abarca páginas ineludibles, está atravesado de punta a punta por la música abisal de Skeleton Tree y permanece monolítico. ¿Eso significa que cada concierto es igual al siguiente? No, precisamente. La apuesta de los Bad Seeds, menos que por el repertorio, pasa por intensidad de la performance. Sobre la mesa de operaciones están dispuestas todas esas criaturas huidizas y cambiantes que llamamos emociones y Cave no desdeña ninguna. Escupe de furia y destroza varios micrófonos, se caga de risa de sus propios arrebatos y cubre a una niña con el ala de su saco. Durante la rendición de “Girl in amber” mira la imagen de su mujer caminando por las playas muertas de Brighton y, promediando “The weeping song”, se lanza al público y trepa las gradas hacia la cima del Parque Rodó.
Unos minutos después, “Stagger Lee” inicia su ronda de asesinatos, caen las primeras gotas de lluvia y el público sube al escenario para bailar la danza ritual. Para cuando Cave los sienta en el piso y les canta “Push the sky away” como si fueran sus corderos, va quedando definitivamente claro que esto no es un recital. Esto es otra cosa. Con la carga final de los bises (“City of refugee”, “Rings of Saturn”), incluso ya no importa que llueva a cántaros. Técnicamente, estamos adentro de la boca del lobo.