Pasaron tantos años desde la última visita de Nick Cave (22), que ni siquiera él recuerda muchos detalles. “Bailamos tango en un club medio raro”, o “Compramos una estatua hermosa de Jesús hecha en mármol”, rememora con esfuerzo durante la conferencia de prensa, que dio la misma mañana del show en el Hotel Four Seasons. Horas más tarde, pasadas las 21, reaparece en el escenario del Malvinas con su habitual elegancia. Aunque apenas comenzado el show se corte la energía del estadio, Cave no desespera. Conoce la oscuridad, la maneja. Transmite calma, intercambia gestos con Warren Ellis (violinista, guitarrista, flautista y punto de apoyo elemental) y espera a que reaparezca la luz. Entonces, durante más de dos horas, empieza a darle forma a su idea: «Jesus Alone», «Magneto», «Higgs Bossom Blues», dos de tres para su último disco, Skeleton Tree. En Do You Love Me?, da las primeras señales de una tendencia durante la noche: romper la cuarta pared para tener un contacto simbiótico con el público. Porque Cave busca la contención.
El setlist, casi idéntico al que hizo en Montevideo dos días antes, mostró su facilidad para trazar ángulos obtusos, que parten desde las baladas en actitud crooner –“Into my Arms”, “The Ship Song”, “Push the Sky Away”, pasando por la lyncheana “Girl in Amber” y los movimientos esquizoides de “From Her To Eternity” o “Stagger Lee”, donde invitará a varios fans de las primeras filas a subirse al escenario e improvisar una nueva tribuna. Siéntense, párense, canten, les ordena. Los tiene en su puño. Lo disfruta. “En general, mi manera de elegir las canciones para los shows tiene que ver con dónde están nuestras mentes en un momento en particular», explicó ante la prensa esa mañana. «Básicamente, tocamos un mismo concierto durante un año o algo así, que tiene un arco emocional particular. Dentro de ese arco ponemos canciones muy distintas, pero ciertamente hay una trayectoria trascendental que tratamos de conseguir con estos shows”.
“Tupelo” y “Jubilee Street” entran pegadas, y en estas se condensa todo el potencial de los Bad Seeds, el grupo que, con diversas formaciones, lo acompaña desde 1984: Martyn P. Casey (bajo), Thomas Wydler (batería), George Vjestica (guitarra), Toby Dammit (teclados) y Jim Sclavunos (percusión). Cave agarra los pañuelos que le tiran del público y los usa para secarse la transpiración. Se para sobre un amplificador y salta. Se arrodilla en el borde del escenario y pide que le toquen la cara. Es, a consciencia, un ritual megalómano y barroco. “Notamos algo acerca de los shows grandes y es que se convierten en una celebración masiva. Y de eso se trató el proceso. Hay algo que tiene que ver con la comunicación a escala masiva que de algún modo extraño funciona muy bien en relación con la intimidad”, explicaba horas antes.
Antes de la tríada final, baja del escenario, camina entre el público, sube a las escaleras laterales y cantan la infinita “The Weeping Song”, desplegando todo lo que aprendió viendo David Bowie. Si la ironía es un recurso para escaparle a la angustia, Nick Cave lo usa bien: “Hagan lo que saben hacer, argentinos. Ustedes cantan”, dice antes del cierre elegíaco con “Rings of Saturn”. La gema de Skeleton Tree revelasu contradicción en el documental One More Time With Feeling (2016). ¿Sigue pensando que ya no hay más espacio para la creatividad después de la muerte de su hijo? “Sentía que no había oxígeno creativo alrededor del hecho; era sólo el hecho en sí. Creo que en los últimos años estuve tratando de resolver cómo ser una persona creativa sin traicionar al hecho y poder ir más allá de él”, explicó ayer frente a los periodistas. Lo dijo de pie, apoyado en el escritorio, como si estuviera dando una lección. Con la misma templanza guió más tarde la liturgia en el Estadio Malvinas Argentinas. Más de seis mil personas compartieron su gesto artístico, nacido como pulsión de vida o, tal vez, como medio para elaborar un duelo.