Mac DeMarco se muestra dentro y fuera del escenario como la misma persona. Al igual que en sus letras y su música, su forma de ser va rotando entre la excitación, la tranquilidad, la inteligencia y el desvarío. Puede poner cien expresiones distintas en su cara en un minuto, y sobre el escenario, logra causar gracia, histeria, locura e irracionalidad.
Es la segunda vez que viene a la Argentina. La última fue en 2014, cuando presentó Salad Days, su tercer disco de estudio, considerado por Pitchfork como Mejor Música Nueva. El canadiense toca la guitarra, el bajo, el teclado y es la voz de la banda. Tiene tan sólo 25 años y está de novio desde los 14 con la misma chica, Kiera McNally, a quien conoció en la ciudad de Edmonton, Alberta, su estado natal. Juntos viven ahora en Nueva York, en un departamento del área de Brooklyn, donde DeMarco dice pasar la mayor parte de su tiempo relajado en su cuarto.
“La verdad es que no jodo mucho con la ciudad. Prefiero esconderme un poco. De repente voy a algún recital de algún amigo, pero no mucho más”, cuenta semiacostado desde un sillón del backstage de Groove, algunas horas antes del recital. Lo esperan dos mil frenéticos fans, sin una pizca de pavor hacia los gritos, el sudor, el abultamiento y sostener a un cantante que se lanzará desde un primer piso para ser arrastrado durante diez metros hacia el escenario.
“Todavía estoy con un poco de resaca, porque volamos muy temprano”, cuenta mientras apaga la tele –estaba viendo Star Wars–, “mi cabeza ya tiene un poco de marihuana, así que ahora estoy mejor”. DeMarco es accesible, sonriente y brutalmente honesto: “no tengo idea de qué estás hablando” o “hacemos lo que hacemos” son frases que rápidamente se desprenden de su boca ante alguna pregunta por demás introspectiva. Sin embargo, es mucho más avivado que lo que intuye su edad.
Los críticos llaman a su música slacker rock. Slacker es alguien que, si bien es inteligente, no tiene ganas de hacer nada al respecto, o alguien muy capaz, pero muy vago para hacer las cosas correctamente. Él se ríe de esas definiciones, aunque entiende por qué los periodistas tenemos la necesidad de hacerlas, pero opina: “la mejor forma de saber cómo suena una música, es escuchándola. No hace falta denominarla”.
¿Sentís presión por ser un sacado arriba del escenario?
No creo que sea una presión. Todos los que tocan conmigo son viejos amigos, y somos todos jodones y torpes, así que si alguna vez se presenta la situación donde me digan: “hace tal cosa graciosa que hiciste la otra vez”, les responderé: “sí, andá a cagar, nosotros hacemos lo que queremos”.
¿Qué es lo que más te gusta de estar de gira?
Conocer gente… Hacer shows es divertido, aunque toques una y otra vez las mismas canciones y se ponga repetitivo. Lo que lo mantiene fresco es que, aún con esa repetición, la gente es nueva cada noche. Para mí es como un ping-pong con la audiencia. Son tan parte del show como nosotros con la música.
¿Sentís que estás en el mismo lugar artístico que un año atrás?
Ahora, muchísima más gente escucha mi música, pero nada cambió. Sigo haciendo la misma mierda, así que se siente igual. Busco mantener todo como lo hice siempre, chico y fácil, así que pienso que eso lo vengo logrando.
¿Estás enamorado?
Sigo con la misma persona. Estamos muy acostumbrados al otro así que ya tenemos una dinámica medio bizarra en donde de golpe es como que “che, qué hacés, te amo, te veo dos meses al año”. Pero sí, volver a ella es volver a casa.
¿Creés que la cultura es distinta acá en Sudamérica?
Noté, especialmente en Argentina, que la gente está realmente excitada. Se vuelven locos con la música, les cambia la cara. Me incentivan a hacer locuras. Quizá es porque no venimos tan seguidos, pero es genial ver cómo se deliran así. Algunas ciudades en Estados Unidos no me generan nada, pero acá es otra cosa y por eso intento conocer a la mayor cantidad de personas.
Si te tuvieras que quedar con un instrumento, ¿cuál sería?
El teclado, tal vez, pero porque en realidad no sé cómo tocarlo. Y eso me desafía más. Estoy acostumbrado a tocar la guitarra, pero en los teclados, realmente no sé lo que estoy haciendo. Tampoco sé tocar la guitarra muy bien, pero el teclado aún menos. Es más fácil ser creativo cuando no tenés la más puta idea de lo que hacés.
DeMarco suele hacer cosas muy variadas, como producir la música de un amigo argentino con el que vivió en Nueva York, apodado Tall Juan; ser fanático de la música de Tame Impala; estar obsesionado desde hace rato con los teclados del compositor Ryuichi Sakamoto; publicar su dirección para cualquiera que quisiera darle feedback de su nuevo disco –Another One–; o ser filmado para un corto de terror de un desconocido. “Probaría todo”, confiesa. “Lo de pasar mi dirección puede haber sido una idea extraña, que quizá no repetiría, pero me encanta ponerme a disposición de la gente. Ellos me pagan la renta, así que me parece importante que si quieren hablar o saludarme, se sientan más que bienvenidos”.
Definitivamente, fue lo que sucedió en Groove en su primera gira por Sudamérica –Uruguay, Chile, Colombia, Brasil, Perú y Argentina– ya que nadie se quedó con ganas de tocarlo y apretujarlo; verlo en cuero, tirarse al piso, hacer chistes, poner caras ridículas y tocar canciones de sus mejores discos: 2, Salad Days y Another One. Terminando el recital, con una furia sedienta, también le rindió tributo a Metallica con el tema Enter Sandman, sacudiendo los tres pisos del boliche y demostrando que el rock está lejos de morir.
Fotos: Patricio Colombo