La historia de Los Andes también comienza en una boda, pero sus arreglos no incluyen disparos ni cabezas de caballo: solo armonías vocales, guitarrazos y el corazón palpitante de la canción. Trajeado y sonriente, Seba Rubin se cruzó con Martín Locarnini y Ema López de Boas Teitas entre los flashes de la celebración. Hablaron de música y sellaron su propia alianza con el power pop. Como el matrimonio, no era un trabajo sencillo: cualquiera puede hacer una canción, pero no cualquiera puede hacerlo bien.
Después de sus años con Grand Prix, los discos como solista, al frente de Los Subtitulados y todo ese estudio de repertorio que significó la formación de Los Campos Magnéticos, Seba Rubin había accedido a no pocos de los secretos de la canción pop. Sin embargo, en lugar de encanutar ese conocimiento, se fue disolviendo en la entidad grupal. Juan Carlos Marioni, el histórico guitarrista de Avant Press, también puso la llama del ego al mínimo y se pasó al bajo para integrarse a la banda.
“Al final fue un poco casual que Los Andes haya terminado siendo una banda –dice Rubin–. Sobre todo porque a esta edad y después de haber tenido varias, volver a tener un grupo es una ‘piedra’ con la cual muchos prefieren no tropezar. Pero pasó. Los Andes se convirtió en un grupo en el que logramos compartir las responsabilidades de componer y cantar, y, al mismo tiempo, alivianar la carga de llevar adelante un proyecto de manera independiente. No fue fácil. No es fácil. En realidad, no soy fácil [risas]. Todos somos músicos con experiencia y con una trayectoria bastante extensa, y así como arrastramos vicios, también hemos aprendido a bajar la guardia y disfrutar justamente de tener una ‘bandita’ como si fuéramos adolescentes. Eso es lo que queremos transmitir con Los Andes: un espíritu adolescente, pero con experiencia”.
Grabado en los Estudios ION durante marzo de 2018, Obras cumbres incluye diez canciones originales y dos versiones en castellano de Teenage Fanclub y aquel hitazo de Phonograph titulado “She Knows It”. La música es elocuente, pero ya desde el título y la tapa (una cordillera de conitos de chocolate) trazan el horizonte emocional del disco: el amor y el humor contenido, la epifanía de tres minutos concentrada en una golosina. La paradoja de tocar canciones que, aunque parecen concebidas para la gran rocola universal, es probable que no suenen nunca en la radio.
“La idea de la radio o de sonar en la radio es un poco anacrónica (y utópica en nuestro caso) –apunta Rubin–. Pero es cierto que el género nace en una época donde la radio reinaba y el formato exigía una duración estipulada que forzó a los compositores (de este y de todos los géneros) a manejarse dentro de esos parámetros. Y si bien hoy los parámetros cambiaron (ya no son tres minutos los que tenés para desarrollar un gancho, ahora las canciones tienen que ‘pegar’ en los primeros 15 segundos o las pasan de largo), para nosotros esos ‘límites’ son los que hacen del power pop un género tan interesante. Y lejos de convertirse en un arnés, el desafío es justamente desarrollar una idea, una melodía, un estribillo, una canción en el sentido clásico, en poco tiempo y con muy poco espacio para tomar desvíos. Cada arreglo, cada solo, cada línea de bajo tienen que estar en perfecta sintonía y armonía con el resto de los elementos, y ese preciosismo es lo que para mí lo vuelve tan atractivo. Y tan difícil de hacer”.