1.
Un hombre con madera y apellido de pastor rabínico apacigua a una multitud desbordada desde un escenario. Sus ojos observan a 600.000 personas; los precede una película gruesa de Mandrax. Habla bajo y grave. Dice, después de una breve introducción sobre un episodio de su infancia: “¿Puedo pedir que cada uno encienda una cerilla así veo dónde están?”. Es el festival de la Isla de Wight, de 1970. Los atrapa con palabras, los convence con fuego y los desarma con música. Los ojos del hombre miran muy, muy lejos hacia adentro cuando canta Suzanne, mastica las palabras con lentitud y está totalmente quieto, salvo sus manos, dentro del traje color caqui de safari que lo hace parecer un cazador o un custodio. Y eso fue.
Se llamó Leonard Norman Cohen, nació en Montreal en 1934 y murió el mes pasado en Los Ángeles, a los 82 años. Fue escritor de poemas y novelas, y músico. Durante seis décadas, llevó a la canción a lugares imposibles de belleza, forma y contenido, con una entrega y una altura poética dignas de los mayores del siglo.
Escribió: “Se negó a que lo sujetaran como un borracho / Bajo los fríos hechos de la realidad”.
2.
A través de García Lorca encontró el camino de su voz poética, el que no había hallado, según contó, en los poetas ingleses largamente estudiados. Le enseñó lo que él mismo explicó una vez y para siempre: “Si alguien va a expresar la gran e inevitable caída que nos espera a todos, debe hacerlo dentro de los límites estrictos de la dignidad y la belleza”.
Un par de clases de guitarra con un profesor español en Montreal, que le mostró seis acordes utilizados en el flamenco pocos días antes de suicidarse, fue toda su educación musical. Sobre ese puñado de acordes, sostuvo Cohen, descansó toda su música. Es un tipo específico de arpegio que muchos podrían asociar directamente con sus canciones (el trémolo de Avalanche y The Partisan, por ejemplo).
Esta base despojada dio a sus letras y a su voz suma preponderancia, y dotó a sus canciones de un hermoso minimalismo y una gran elasticidad arreglística, que en los temas del canadiense van desde pequeñas secciones de cuerdas hasta algunos samples en su última etapa, con algunas constantes. La más célebre: los coros femeninos.
3.
La tríada inaugural de su discografía (Songs of Leonard Cohen, Songs from a Room y Songs of Love and Hate) lo ubicó como uno de los grandes cantautores de la época. ¿Quién era este poeta culto, de voz grave y palabras de oro que transitaba la era del hippismo con ropas elegantes, su guitarrita a cuestas y el corazón estrujado por estar vivo? De ahí en más, completó 14 discos, que son verdaderas bandas sonoras de la tristeza y el amor del mundo. Entre sus canciones, por mencionar algunas muy populares, hay himnos para cantar de miles, como Everybody Knows; oraciones para rezar de a uno, como Hallelujah; y baladas amorosas para gozar de a dos, como Dance Me to the End of Love. Cada canción de cada disco de Leonard Cohen es una gema pulida y misteriosa que espera en el fondo del mar.
En una época gustó de tocar para los pacientes de los hospitales psiquiátricos. A lo largo de su vida, Leonard Cohen sufrió hondas depresiones. La relación que establecía con este tipo de público era de gran reciprocidad.
Intercambiando correspondencia por su segundo libro de poemas, le escribió a su editor, John McClelland, cuál quería que fuera su público: “Adolescentes introspectivos, amantes con todos los grados de angustia, platónicos decepcionados, aficionados a la pornografía, monjes tonsurados y papistas, intelectuales francocanadienses, escritores inéditos, músicos curiosos”. Para poder decir, para poder desangrarse, murió muchas veces, arriba y debajo del escenario, un lugar al que le costó muchos años poder habituarse. A los 33 años, se subió a uno por primera vez como músico, frente a miles de personas. La pasó mal. Antes de su primera gira, le encargó a un amigo la confección de una máscara de yeso para usar en el escenario. Finalmente no la utilizó. Escribió “He guardado mis cintas para ti”. También “He roto todas mis penas contra ti”.
4.
Leonard Cohen jamás creyó en las utopías, las de los 60 ni ninguna otra. Nunca se le ocurrió que fuese posible cambiar lo bueno y lo malo que convive en los hombres. Cantó sin distinción las guerras, como en There Is a War; y los amores, como en So Long, Marianne, porque su arte fue clásico y total.
En todo caso fue un partisano, un combatiente mundano que murió muchas veces queriendo trascender (o tal vez fue al revés), y su activismo abogó por la consumación de un destino del hombre en la tierra, por el trabajo serio del artista y el tráfico libre de felicidades y desdichas. Escribió su obra con libertad y sin preocuparse por lo que dijeran la crítica ni los diplomados. Así lo expresó: “Quiero un público. No me interesa la Academia”.
Exploró el misterio de los extremos y la unidad en canciones como Who by Fire. Se pasó la vida conversando con Dios y con los hombres, tratando de restituirle al mundo su rostro divino. Al acto de escribir lo llamó, con el afectuoso desdén de los amores eternos e irreparables, “ennegrecer la página”.
Exploró incansablemente lo sagrado, lo femenino, lo político, lo existencial, lo mundano y lo mitológico, lo carnavalesco y lo místico. Buscó el éxtasis en los viajes de ácido y en la contemplación, en el sexo y en la vida ascética. Mientras, escribió y compuso. Como un Siddharta, con sus Kamalas, su brahma y su sansara. El río habló a Cohen; y él, pulsando suave su guitarra española Conde, nos cantó a nosotros desde una cima devastada, un pozo fétido o una playa blanca y azul, según transitaran su vida y su escritura.
Viajó, se movió durante toda su vida. Montreal, Hidra, Nueva York, Londres, Cuba, California, India, Israel. Fue un gran curioso, y también un provocador de sí mismo y de los demás, como si al irse a otro lugar nos mostrara cuánlibre y esclavo era. Se iba y ahí estaban las palabras, las canciones y la serpiente mordiéndole la espalda. Acá lo mismo que allá, y lo mismo iba a cantar y escribir. Lo mismo iba a hacer lo suyo. Eso era todo. Fue un hidalgo de la derrota, de la hermosa derrota.
Escribió “Nuestro espía más importante / Herido en la línea del deber / Lanza ácido en paracaídas / Sobre cócteles diplomáticos”.
5.
En su carrera por sobrevivir, una vez un amigo le presentó un amigo, el maestro Roshi. Cohen fue su discípulo durante añares, se mudó a una comunidad budista en California y meditó, y meditó, y meditó. Hasta que un día, Roshi encontró una notita de Leonard pidiéndole disculpas. Se había ido, explicaba. Había conocido a una mujer.
Publicó un par de novelas excepcionales, El juego favorito y Perdedores hermosos. Lou Reed leyó y amó Perdedores hermosos. Al contrario de lo que podría creerse de un espíritu romántico y altamente creativo, Cohen era metódico y conocía las virtudes de la rutina y el trabajo al despuntar el alba. No durante toda su vida, por supuesto. Logró terminar el manuscrito de su primera novela gracias a las condiciones de hospedaje que le impuso la señora Pullman, dueña de la casa donde fue a parar apenas llegó a Londres. “Tres páginas por día”, le pautó ella. Leonard cumplió.
Los nombres de muchos de sus discos y libros ejercen una atracción magnética: La energía de los esclavos, Nueva piel para la vieja ceremonia, El libro del anhelo, Flores para Hitler, La caja de especias de la tierra. Ahí empieza su belleza inacabable.
Nunca pudo gozar junto a Nico su obsesión en Nueva York; ahí tenemos Joan of Arc. En cambio, una noche hizo el amor con Janis Joplin, y de esa unión nació Chelsea Hotel #2, donde le canta a ella: “Somos feos pero tenemos la música”.
Escribió: “Mi reputación / de mujeriego era un chiste / que me hizo reír con amargura / las diez mil noches / que pasé solo”.
6.
La isla griega de Hidra lo hospedó largas temporadas en las que escribió poemas y compuso canciones bajo una dieta estricta de ayuno y anfetaminas. Decía no necesitar para vivir más que una mesa, una silla y un cuaderno.
Por su edad, muchas de sus inclinaciones y los lugares en los que vivió, fue contemporáneo de los poetas beats. Sin embargo, él nunca fue un poeta beat, cuyos Allen Ginsberg y Gregory Corso frecuentó en los primeros tiempos en Grecia. Sus inicios musicales los transitó junto con el hippismo y el verano del amor, pero nunca fue un hippie. Así, con cada época, con cada moda y cada nueva irrupción o revival. Leonard Cohen estaba en otro lado, entre Keats y Mick Jagger, tan cómplice de San Agustín o de Moses Ibn Ezra como de Tim Buckley y William Burroughs.
Su último disco, You Want It Darker, es un adiós maestro y consciente, lleno de alusiones bíblicas y frases finales. Las canciones son de una fragilidad que lleva a las lágrimas. Le habla directo a Dios: “Estoy listo, mi Señor”. En la portada, su mano derecha se asoma desde una ventana al vacío negro, sosteniendo un cigarro en el más allá.
La enorme cantidad y variedad de artistas que le tributan amor y admiración no entraría en estas páginas. Desde Patti Smith hasta Joaquín Sabina. De Werner Herzog al poeta chileno Claudio Bertoni. De Joni Mitchell a Luca Prodan. También Bob Dylan. Bob dijo que hay dos o tres personas que no le molestaría ser por un par de semanas, y una de ellas es Leonard Cohen.
En Montreal, dentro de cuatro tablas de pino, también yace un hombre cuyo nombre fue escrito en el agua. Un hombre que como todo buen caballero, como todo verdadero mendigo, amó vestir de traje.
Leonard Cohen practicó la pena de esculpir el fuego. A veces se quemó.
Escribió: “El camino / es muy largo / el cielo / muy vasto / el corazón / errante / por fin / no tiene casa”.