Tuvieron que pasar seis años para finalmente dimensionar a Lana del Rey. Primero hubo que atestiguar una errática performance en Saturday Night Live en 2012 que se transformó en cuestión de estado, semanas antes de que Born to Die, su primer álbum, saliera a la calle. El show no solo incluyó más adelante una parodia poco feliz de Kristen Wiig, sino que también desató una ola de críticas de medios que decían que solo se trataba de una cara bonita o que todavía no estaba lista para grabar un disco.
Para peor, o quizás por la naturaleza del hit factory, su nombre se enredó en un circo de tabloides que la retrató saliendo con Axl Rose. Luego, como acto musical del casamiento de Kanye West y Kim Kardashian; también, sometida a un reto público en Twitter por sus declaraciones sobre querer estar muerta (incluido un llamado de atención de Frances Bean Cobain, hija de Kurt) y hasta acusada de antifeminista luego de declarar que el concepto del feminismo no le resultaba atractivo, pero que en cambio “los avances intergalácticos de Tesla y SpaceX, sí”.
Semejante sumario hacía poco por alejarla de la percepción de ser un producto manufacturado que se tomaba a ella misma demasiado en serio, pero sin mucha suerte de encapsular un concepto genuino.
Por eso, el camino que la llevó de ser una cuestionada emperatriz de la tristeza hacia estrella pop de credibilidad global no resultó fácil. Elizabeth Woolridge Grant, su verdadero nombre, nació en Nueva York en 1985, hija de un publicista devenido corredor de bienes raíces y una profesora de lengua. A los 14 años fue enviada a un internado a partir de varios episodios de alcoholismo, y al egresar, comenzó a coquetear con la idea de cantar mientras alternaba el estudio de Filosofía en la SUNY y su trabajo como moza. Recién en 2006, gracias a una competición de songwriters, obtuvo un contrato con 5 Points Records, un sello indie asociado a David Khane (productor de Sublime, Sugar Ray y The Strokes) que le permitió grabar una serie de EP bajo el nombre Lizzy Grant, que más adelante cambiaría por Lana del Ray. Con un nuevo management, un cambio de Del Ray a Del Rey y el look de femme fatale, en una sesión de grabación en Londres encontraría lo que sería su salto definitivo: Videogames. El hit que habla sobre un amor perdido que pasaba todo el día jugando al Warcraft le daría lo necesario para construir su concepto definitivo.
Visto en retrospectiva, resulta claro que su corpus se mueve con cierta lateralidad del pop radial. A un costado de nombres sugerentes, ella toma distancia del coqueteo cuasi inocente de Katy Perry, el pop bombástico de Dua Lipa o la infusión latina R&B de Camila Cabello. En cambio, al igual que Lykke Li encontró una forma de canalizar la melancolía de Leonard Cohen a través de un sello de beats ochentosos, Del Rey pivotea en el terreno de las chanteuses como Nancy Sinatra y Nina Simone, y, a su manera, evoca al gran canadiense, pero con la mirada fija en los 60. “Amo a Leonard porque él entendía a las mujeres. A las mujeres y a Dios”, dice a Billboard.
Aquella visión de rayos vintage causó que Born to Die fuera un éxito de ventas que la trajo a Tecnópolis un año más tarde y en 2018 la hizo regresar a la Argentina en el marco de la quinta edición del Lollapalooza.
Pero si hay algo que la ubica como headliner de un festival masivo fue el volantazo que dio con Ultraviolence, en 2014. Quizás, como forma de demostrar a todos (y a sí misma) que su carrera no se trataba de un fraude, Del Rey encontró en Dan Auerbach, de los Black Keys, la cuota necesaria para transformar su pop barroco en psicodelia desértica. Es decir, si bien Ultraviolence suena como un disco de ruptura y melancolía –algo ya establecido en su canon espiritual–, Del Rey probó sus capacidades de componer canciones intrincadas, sin la inmediatez de sus primeros esfuerzos. Inmediatamente un año después, Honeymoon continuó la saga de la oscuridad en la luminosa Los Ángeles, pero con una sensación de abatimiento que no levanta cabeza a lo largo de 60 minutos. Aun en la peor de sus miserias (el beat de hip hop fumón en High on the Beach es tan destructivo como seductor), esta última parte de la trilogía puso a la cantante en un contexto performático genuino e inolvidable. Tanto que el New York Times, Rolling Stone y NME lo incluyeron como uno de los discos del año.
Ahora, a minutos de un nuevo tour sudamericano, Del Rey está un poco más feliz. O al menos eso proyecta su sonrisa a puro diente que ilustra el arte de tapa de «Lust for Life», la primera en que se la ve así luego de cuatro discos. Y eso es mucho para decir sobre alguien que se hizo conocida por cantar sobre romances fallidos y violentos, noches de intoxicación, sexo explícito y desesperanza general. De sus últimas 16 canciones, varias de ellas se basan en gran parte en imágenes simples y de alcance real: disfrutar de la vida (Lust for Life), disfrutar del amor (Love) y hasta escaparse de eso que la catapultó al estrellato y la exposición de los paparazzi (13 Beaches), desde Videogames, aquel hit de 2013 donde justamente le cantaba a la fama y a esas noches que solo terminan con la noche que sigue. “Pienso que una buena palabra para describir el cambio de ánimo en «Lust for Life» sería ʽpresenteʼ, menos de mirar desde afuera hacia adentro y más de encontrar una perspectiva integrada para las letras –dice–. Empecé escribiendo las canciones más oscuras primero: Heroine, Get Free, 13 Beaches. Luego, una vez que hice mi catarsis, pensé, ‘Bueno, ahora quiero invitar a mis amigos’”.
Entre esos amigos aparecieron algunas luminarias que dieron a la cantante la posibilidad de valerse de sus recursos antiguos y a la vez poner un pie en el presente: desde Sean Lennon y Stevie Nicks hasta A$AP Rocky, Playboi Carti y The Weeknd, todos dejan su marca en «Lust for Life». Aunque de todos ellos, terminó siendo Lennon quien dictaría la tónica del proyecto: “[La canción Love] empezó como Young and in Love, pero no me gustaba mucho ese título. No era el punto de la canción, así que la dejé momentáneamente de lado. Luego trabajé con Sean Lennon. El legado Lennon está tan vinculado con esa idea que pensé: ‘Quiero darle rienda suelta a eso’. El disco entero apunta su nariz hacia esa dirección”, explica Del Rey.
Sin embargo, «Lust for Life» tiene un manejo climático un tanto convulso donde la letanía sobre la decadencia en el triple White Mustang, Summer Bummer y Groupie Love se contrapone al llegar Coachella – Woodstock in my Mind. En ella, Del Rey se lamenta sobre pasarla bien en el famoso festival de California mientras el mundo se cae a pedazos. Más tarde, explicó sobre la canción en Instagram: “No voy a mentir, tuve sensaciones encontradas sobre pasarme un fin de semana bailando mientras explotaban las tensiones con Corea del Norte –dijo–. Es un terreno difícil el ser un observador vigilante de todo lo que ocurre en el mundo y a la vez apreciar lo bueno que este planeta nos da. Simplemente quise compartir un poco de esperanza a largo plazo”. La cosa se pone aún más tensa al llegar al folk bucólico de When the World Was at War We Kept Dancing, donde le apunta con susurros y preguntas directas a la administración actual: “¿Es este el fin de una era? / ¿Es este el fin de América?”.
“Por lo que leí, «Lust for Life» fue reinterpretado de una manera correcta –afirma–. Eso es una buena señal, porque quiere decir que no estoy viendo las cosas de una manera y que el resto las ve de otra. Si no fuese así, eso implicaría revisarse a uno mismo y yo no quiero hacer eso. Quiero seguir fluyendo en mi onda”.