“Mi Buenos Aires querido, tanto tiempo, por fin”, dijo Chizzo Nápoli durante sus primeros minutos en el escenario del estadio Tomás A. Ducó. “Después de tantas idas y venidas, agradecemos a periodistas, artistas, músicos y a todos ustedes, muchas gracias”. Los treinta y ocho mil presentes recibieron esas palabras como si fuesen el abrazo de un amigo al que no veían hace diez años. Una década. Eso fue lo que esperaron “los mismos de siempre” −como se hacen llamar los seguidores de La Renga− para reencontrarse con la banda de Mataderos en la Ciudad. El 17 de noviembre de 2007, el trío compuesto por Chizzo, Tanque y Tete se había presentado en el Autódromo Juan Galvéz sin saber que ese sería su último show en Buenos Aires.
Las luces se apagaron. Eran las 21:30 pasadas, y sobre los cuatro telones blancos que se encontraban a los costados del escenario −dos de cada lado− se proyectaron números que marcaban una cuenta regresiva. Seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, y los integrantes de La Renga aparecieron vestidos como cowboys del Viejo Oeste en imágenes rojas, blancas y negras: una presentación que suelen usar para el comienzo de sus shows. Corazón fugitivo −el tema que abre su último disco, Pesados vestigios− dio inicio a un recital de más de dos horas y media, en el que la banda repasó su trayectoria con una lista de treinta canciones, como A tu lado, Al que he sangrado, Cuándo vendrán, El twist del pibe, La balada del Diablo y la Muerte, y En el baldío.
Entre cada canción, el interior de un reloj antiguo ubicado en el fondo del escenario mostraba visuales psicodélicas, que acompañaban a las imágenes del show proyectadas en los telones. Mientras Chizzo se agazapaba con su guitarra como un felino que está a punto de saltar sobre su presa, Tete giraba sobre una pata y Tanque marcaba el ritmo de Pole, dedicada a Víctor Poleri −fallecido amigo del grupo y encargado de sus videos−, que hubiera cumplido años ayer.
“Me dicen que los que están subidos a los alambrados se bajen. No quiero que mañana vengan a rompernos las bolas, yo sé que ustedes son comprensivos”, dijo Chizzo. Esa noche, sus palabras tuvieron más peso que nunca, tras el esfuerzo del grupo en sus negociaciones con el Gobierno de la Ciudad para lograr la habilitación de las presentaciones −esta y tres más− que darán en Huracán. Ese esfuerzo por demostrar que era posible brindar seguridad y no exceder el límite de público permitido se concretó en los cuatro controles que habilitaban el ingreso al predio, con cacheos incluidos −que se reflejaron en la ausencia de bengalas y pirotecnia−, algo que no suele ocurrir en los recitales de convocatoria masiva.
El regreso de La Renga a los escenarios porteños tuvo un invitado especial, Nacho Smiliari. El guitarrista −que formó parte de grupos pioneros del rock argentino como La Barra de Chocolate, Piel de Pueblo y Vox Dei− se sumó al trió para hacer Poder y Panic Show. A pesar de las fuertes ráfagas de viento, la nitidez y el volumen del sonido no sufrieron interferencias en toda la noche, lo que potenció los solos salvajes de guitarra de Chizzo, que caían sobre el público como una fuerza natural antigua, casi mística.
Después de un amague de cierre con El final es donde partí, el escenario quedó vacío. Pasaron quince minutos y La Renga volvió con cuatro bises: Ser yo, Reíte −“En este recital, las letras de las canciones hablan por sí solas, lo que nos queda saben qué es”, dijo Chizzo en un guiño al hecho de tener prohibido poder tocar en Buenos Aires−, El viento que todo lo empuja y Hablando de la libertad. “Estamos muy contentos de volver a Capital, parecíamos una banda extranjera”, dijo Chizzo. “Vayan en paz y que mañana cuando se sienten a comer los fideos, el recital esté en un lindo comentario”.