Bombos, platillos, redoblantes y paraguas de colores que se movían de un lado al otro en el Polideportivo del Estadio Nacional, en Chile, el sábado 23 de mayo último. Mientras, un grupo de personas desplegaba sus mejores pasos de baile al compás de un ritmo murguero. Esta escena podría pertenecer a una típica noche de carnaval o a la previa de un partido de fútbol. Sin embargo, las voces que cantaban a coro no alentaban a un equipo sino a una de las bandas de rock más convocantes de Argentina, La Renga, capaz de lograr que sus seguidores se tomen un avión o manejen más de mil kilómetros, con tal de verlos una noche.
La presencia del público argentino era fuerte y se hizo notar. Prueba de esto fueron las banderas colgadas en las plateas, en las que podían leerse los nombres de las provincias de Mendoza, Rosario, San Luis, Formosa, Catamarca y Buenos Aires, entre muchas otras. Pero el fanatismo por La Renga en Chile no es menor. Ubicado frente al escenario, el público local no quiso quedarse atrás y desplegó una bandera chilena del tamaño del ancho del polideportivo.
A las 21:10, la competencia terminó. Las luces se apagaron y comenzaron a proyectarse diapositivas en las que los integrantes de la banda aparecían vestidos como en una película de cowboys. Las mismas imágenes aparecen en las postales que vienen incluidas en Pesados Vestigios, su noveno disco de estudio, el motivo que los llevó a volver a Chile, a dos años de su última visita al país vecino.
Corazón Fugitivo, el tema que abre su último trabajo, dio inicio a un recital de dos horas y media, en el cual La Renga presentó su nuevo álbum y repasó toda su trayectoria. “Buenas noches Santiago, un gusto estar acá de nuevo, gracias por venir”, dijo Chizzo Nápoli antes de tocar los primeros acordes de Canibalismo galáctico. Siguieron Tripa y corazón, Pole, dedicada a Víctor Poleri, fallecido amigo del grupo y dueño del galpón donde comenzaron a hacerse conocidos, y El Twist del pibe.
A esa altura, la nacionalidad poco importaba, las banderas chilenas y argentinas flameaban unas al lado de las otras. Chizzo se encargó de dejarlo en claro: para los amigos, los que vinieron de lejos a este encuentro de hermanos. De esa forma presentó El juicio del ganso, un clásico que no suelen tocar seguido. Después llegó San Miguel, un homenaje a Miguel Ramírez, el chico que perdió su vida tras recibir el impacto de una bengala, en un show que el grupo dio en el 2011.
A medida que pasaban los temas, un gran reloj en el centro del escenario y dos a los costados proyectaban visuales psicodélicas en un telón que simulaba ser una vieja pared de madera. La escenografía del lugar, basada en el arte de tapa de Pesados Vestigios, tenía una estética del lejano oeste, que ayudó a potenciar el clima salvaje del encuentro.
«¿Cómo la están pasando? ¿Están rockeando? ¿Más rock quieren todavía?», preguntó Chizzo antes de arrancar con Panic Show, uno de los puntos más altos de la noche. Gabriel Tete Iglesias, a cargo del bajo, corría de un lado al otro, mientras que su hermano, Jorge Tanque Iglesias, marcaba la base golpeando con fuerza el bombo de su batería y Chizzo desplegaba un solo furioso de guitarra, casi de cuclillas en el medio del escenario.
El Polideportivo del Estadio Nacional, que debutó el sábado como un espacio para recitales, encontró al trío de Mataderos en uno de los mejores momentos de su carrera. En vivo no tienen fisuras y juntos con Manuel Varela en vientos, constituyen una de la formaciones con mayor solidez y magnetismo del rock made in Argentina.
Para el cierre, pasadas las 23:00 y después de amagar con terminar, quedaron El final es donde partí y Hablando de la libertad, el himno rengo. «Mis queridos amigos de Chile y Argentina, nos vamos con la esperanza de volver, gracias por venir váyanse en paz», dijo Chizzo, y todos, tanto chilenos como argentinos, salieron cantando juntos, como si la rivalidad previa nunca hubiera existido.
Fotos: Sergio García Pardo