Este artículo es un capítulo inédito del libro Tigres en la lluvia, que narra el proceso de grabación de El jardín de los presentes, de Invisible, cuya segunda edición llegó a las librerías en julio.
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“Buenas noches, Imagínate… –dijo la voz de Badía, entre el jingle de Vivencia y la estática del Proceso. Atrincherados dentro de sus habitaciones, decenas de muchachos se apuraron para apretar ʽrecʼ en sus grabadores de cinta abierta–. Con Graciela Mancuso, con Juan Alberto Badía… en Radio Del Plata”. Tal como se había anunciado, Flecha Juventud tenía un programa especial. Ese 3 de junio de 1977, en el marco aristocrático del Club Hípico Argentino, estaba todo preparado para la transmisión del Festival Encuentro. Claro que no había garantías: a seguro –y a todos los demás– se los llevaron presos.
Caía una llovizna persistente sobre Buenos Aires y, como era habitual, las fuerzas policiales y parapoliciales merodeaban las inmediaciones del predio en busca de su carne de calabozo. Pasando en limpio: estaba por llegar el invierno, llovía, había estado de sitio y la dictadura alcanzaba su pico de atrocidades. ¿A quién se le ocurría asistir a un concierto al aire libre que ni siquiera contaba con sillas? Pues bien, a 12.000 personas.
Debido a esa populosa concurrencia, el ingreso fue engorroso y todo comenzó 40 minutos después de lo previsto. El programa, por cierto, era extraordinario. Curado por Litto Nebbia, el Festival Encuentro retomaba un viejo anhelo del autor de Melopea: reunir a artistas de diferentes extracciones y articular una hipotética música popular argentina.
“La idea de fusionarnos era algo que ya veníamos proyectando desde varios años antes con Dino Saluzzi, Manolo Juárez, Rodolfo Alchourron, Daniel Homer, Domingo Cura y nuestro trío, entre muchos otros –dice Nebbia–. Con toda esta gente grabamos más de diez álbumes durante los años 70. Lo que hacíamos habitualmente era ponernos al servicio de quien fuera el líder del disco a grabar. Así grabamos, entre otros, Dedicatoria, de Dino Saluzzi; Tiempo reflejado y De aquí en más, de Manolo Juárez; Sanata y Clarificación Vol. 2, de Rodolfo Alchourron; Canciones para perdedores, de Mirtha Defilpo; y también algunos míos como Bazar de los milagros y Canciones para cada uno Vol. 1 y Vol. 2. Esa noche, en el Hípico, cada quien tenía su espacio para presentar su música y luego compartíamos algunos momentos juntos”.
La grilla del Festival Encuentro, entonces, era ecuánime: Antonio Agri y su Conjunto de Arcos, Luis Alberto Spinetta, Rodolfo Mederos junto a Generación Cero y el propio Nebbia acompañado por su trío y un invitado de lujo: Domingo Cura. Es decir que, sobre el escenario, confluían músicos de jazz, tango, folklore y rock. No era exactamente la primera vez que sucedía algo así, pero ciertamente era la primera vez que se montaba un concierto con ese objetivo.
La apertura quedó a cargo de Mederos. El bandoneonista propuso un concierto basado en De todas maneras, el flamante lanzamiento de Generación Cero. Si bien el disco había sido grabado antes de El jardín de los presentes, su edición se postergó hasta entrado el otoño del 77. “Salió a la venta cuando yo ya estaba en París –dice Gubitsch–. De hecho, alguien me trajo un ejemplar a Francia y recién ahí vi la tapa y escuché el mix final, con algunas sorpresas no forzosamente agradables, como descubrir una voz nada que ver añadida sin consultarme en el tema mío ‘Más vale cien volando’”.
El disco ponía el diálogo entre el tango y el rock progresivo en un nuevo nivel. Llegado ese punto –equidistante entre Emerson Lake & Palmer y Piazzolla–, nadie sabía exactamente en qué batea ubicar a Generación Cero. Sin embargo, allí donde la música fluía con naturalidad, el público se debatía con sus propias expectativas. “La música de Mederos impacta en un primer momento y alcanza picos de verdadera fuerza –decía la cobertura de Claudio Kleiman y Fernando Basabru para El Expreso Imaginario–, pero corre el riesgo de que tras escuchar tres o cuatro temas se vuelve un tanto monótona, probablemente debido a que son instrumentales sumado al papel protagónico del bandoneón en todos ellos”.
Al margen de la valoración de su performance, lo que quedaba de manifiesto era la fricción entre la disposición de una audiencia de rock (por ejemplo: de pie en un concierto para escuchar sentados) y una música que corría el eje de la atención. Para cuando promediaba el set de Generación Cero, el público se estremeció en un murmullo de goce, miedo y hastío. Aquella sería una noche, como dirían los Rolling Stones, de emociones mezcladas.
“No existe algo químicamente puro –apunta Mederos–. Uno se siente de muchas maneras: con su mujer, con sus hijos, con la música que hace. Con eso que declara que es su amor puro, con todo eso que pareciera ser único y exclusivo en la vida, uno tiene momentos de desapego, de distanciamiento, de enojo, de asombro, de enamoramiento repentino. Todo eso pasa. La naturaleza humana es eso. Razón por la cual yo me sentí siempre muy atraído por el rock. En muchos casos muy dentro de su sustancia y en otros casos muy fuera; a veces coincidiendo con la estética y a veces aprendiendo de esa estética. Todas esas cosas me han pasado, pero me han pasado también en el tango”.
Luego fue el turno de Agri. El violinista rosarino desplegó el repertorio de su Conjunto de Arcos y alguien entre el público dejó caer su comentario en voz alta: “¡De museo!”. En la misma vena, la cobertura del Expreso lo calificaba como “un plomo” y reclamaba polenta. Pipo Lernoud, que durante todo el año anterior había militado activamente por una escena mestiza, ponía las manos en guardia. “Cuando vimos a la orquesta de Antonio Agri (diez tipos con trajes gris) achatando con ritmos melosos algunos viejos tangos, rematando con un ‘Yesterday’ beatliano a la manera de la música funcional usada en los consultorios médicos, nos pegamos un susto –decía Pipo Lernoud en el editorial del suplemento ʽMordiscoʼ–. Si esta nueva brecha musical que se ha abierto trabajosamente es copada por la peor demagogia argentina, esa, la misma que abunda en los musicales de televisión y en las revistas semanales de gran circulación, no habrá valido la pena abrirla. Ojo con las quejas del bandoneón cuando traen un mensaje deprimente e irreal, cuando la poesía se vuelve lamento y la música tiene esa tonta cualidad sonora comúnmente denominada ‘bajón’. Habrá que crear una música y una poesía realmente vitales, nuestras y actuales, sin amaneramientos ni fórmulas caducas, sin café concerts, ni versos nostálgicos, porque si no el plástico y los españoles romanticones se seguirán llevando los aplausos”.
Por supuesto, era perfectamente razonable estar bajoneado en el contexto del Proceso. La crítica de Lernoud, en todo caso, era menos estética que ética: no era una genuflexión hacia el régimen, sino una actitud que se alineaba con la defensa del estado de ánimo que proponían Charly García (“No te dejes desanimar”) o la propia revista (uno de sus editoriales más célebres se tituló “¡Ánimo!”). El concierto de Nebbia, en ese sentido, tampoco ofreció un antídoto. “La entrada de Litto Nebbia acompañado de Jorge González y Néstor Astarita no hizo más que acentuar el cariz bajoneante que venía tomando la cosa –decía la cobertura–. Una música lineal con textos retorcidos y deprimentes, muy bien interpretada pero sin fuerza, desinflada. Los temas fueron ‘Reflexiones sobre la soledad” (algo así como una apología de la depresión), ‘Para mi suerte’ (un ensayo sobre ritmo de candombe) y un fragmento de su obra más reciente, El vendedor de promesas. Litto parece haber caído en una especie de intelectualismo que se extiende desde el mensaje de las letras –confuso– hasta la complejidad un tanto artificiosa de algunas de sus melodías”.
La llegada de Spinetta abrió una hendidura en el cielo. Alrededor de su aparición, por cierto, había una gran expectativa. Excepto aquel show del verano en Mar del Plata, era su primer concierto tras la separación de Invisible. Atento a la línea del festival, Luis empuñó la guitarra acústica y articuló un repertorio –digamos– folklórico. Al menos, folklórico según el patrón spinetteano: desde la zamba de “Barro tal vez” hasta “Canción para los días de la vida”, pasando por “Águila de trueno” (titulada provisoriamente como “Túpac Amaru” y dedicada a Nebbia) y “La aventura de la abeja reina”. Una lista de canciones inéditas (eventualmente desparramadas entre A 18’ del sol y Kamikaze) donde el lirismo ciudadano de El jardín se vertía puertas adentro. “La ternura de mi hijo me permitió volverle a cantar a una flor: ‘dulce y hermosa flor de la mañana / ¿ya tu corola se despertó?’ –decía Luis–. Y cantar ‘Toda la vida tiene música hoy’ a pesar de que yo sabía que en el país estaban pasando atrocidades muy grandes, pero no quería ceder, quería seguir”.
Para el grand finale, el trío de Nebbia regresó al escenario con Domingo Cura. Tocaron aquella suerte de simple del Acusticazo (“El bohemio” y “Vamos negro, fuerza negro”) y recibieron a Spinetta. Munido esta vez con guitarra eléctrica, Luis se puso al frente del ensamble para cerrar la velada con “Amor de primavera” y “Toda la vida tiene música hoy”. “Fueron dos temas de bastante improvisación instrumental –apunta Nebbia–. Mucha exaltación de parte del público al oírnos cantar juntos. Un momento grato. Hacia el final tocamos ‘Azul’ (‘Los motivos del Azul’), un tema mío nuevo, con texto de Mirtha Defilpo”.
Mientras el público desalojaba el predio, Juan Alberto Badía y Graciela Mancuso comenzaron a cerrar la transmisión de AM Del Plata. Ya habían pasado largamente las 2:30 de la mañana. En sus habitaciones, los muchachos apretaban la tecla de “stop” y sellaban su registro pirata. Sin sospecharlo, estaban salvando del olvido a “Peces blancos”: el corazón secreto del festival. Un desprendimiento camarístico de El jardín de los presentes que, de no haber mediado la emisión de Flecha Juventud, se habría perdido para siempre en la noche de los tiempos.
“Voy a presentarles un tema nuevo que vamos a tocar con dos musicazos –anunciaba Spinetta en la grabación–. Uno de ellos es Antonio Agri, y el otro es Rodolfo Mederos”. Arreglada para esa suerte de trío de cámara, “Peces blancos” señalaba un punto de fuga inexplorado (o explorado a medias) por Spinetta. Su introducción era una sección descendente de cuerdas que finalmente retomó en “Viento del azur”, pero, en este caso, señalaba en dirección a una primera estrofa: “Peces blancos como su ilusión / bajo las aguas / creyendo están / creyendo librar al agua del cielo / temiendo divulgar / el salto a la asfixia y a la sed / y a la calma”.
La voz de Spinetta era transparente, pero los versos parecían cifrar una alegoría ominosa. En ese punto, el bandoneón de Mederos dialogaba naturalmente con la estética de Luis: era un momento de altísima conexión. “Si bien no fuimos amigos, tuvimos una buena relación –dice Mederos–. Tal vez distante, pero cordial y siempre con el deseo de hacer cosas juntos. Aunque veníamos de mundos distintos me parece que en algún punto podíamos conversar de la misma cosa. Lo cual no es poco. Me parece que el tango se perdió un buen compositor con Luis”.
En la parte siguiente del tema, Agri daba un paso al frente. Su violín, expresivo y no precisamente melancólico, llevaba la canción hacia una fuga piazzolleana que incluía hasta la célebre chicharra. Sobrevenía un silencio hondo, punteado por las gotas de lluvia. El público, habituado a intervenir, parecía pender de un hilo. Recién entonces la voz de Spinetta regresaba para abismarse en la resolución: “La caracola llamando está: / ‘vengan todos a la gran kermesse de peces blancos’”.
La dictadura de la Junta Militar se preparaba para dejar la huella de su bota en la cima de su propia hegemonía. Nebbia armaba las maletas del exilio y Charly García se hacía la gran pregunta metafísica del Proceso: ¿qué se puede hacer salvo ver películas? “En el aire vibraba un rumor de adioses –dice Grinberg–, y los días siguientes trajeron ondas solitarias”. Los soldados de la psicodelia se replegaron hasta sus habitaciones y, como consigna del Correo de Lectores de El Expreso Imaginario, cada uno libró la batalla por su estado de ánimo. Spinetta, en ese preciso momento, les cantaba a los peces blancos que horadaban el lecho abisal. Las criaturas que merodeaban el fondo del mar y emitían un haz transparente.
Quince días después del Festival Encuentro, Luis presentó oficialmente la Banda Spinetta en el Teatro Lasalle. En el marco de aquella estética, “Peces blancos” quedó huérfana de repertorio y se fue traspapelando entre los devaneos jazzísticos y el posterior viaje a los Estados Unidos. La historia, parece decir “Peces blancos”, no es solo la cadena de acontecimientos que cifra el sentido de una época. También son los universos vislumbrados. Las huellas abiertas. La constelación de luciérnagas que, trepado a los techos, Spinetta alcanzó a ver en el patio de los vecinos.