Julio Moura surge entre el verde de su parque, en Villa Elisa. Un murmullo de insectos y de aves es el soundtrack de esta tarde tórrida de noviembre que el músico de 62 años pasó sobre el asfalto. “Se me fundió el auto en la autopista. El tipo que me trajo me contó la historia de su vida y me preguntó por la mía. ‘¿Vos sos de Virus? ¿Tenés un hermano desaparecido, no? ¿Y otro que también murió?’. Y yo: ‘Sí, pero pará, ¿querés pegarme el bajón?’”.
Por lo demás, su vida parece apacible. Esta casa, racionalista y de aspecto misterioso, es el lugar donde ha pasado los últimos meses dando forma final a Enigma 4, su primer disco solista. Luego de registrar la base rítmica junto al ingeniero Mariano López –técnico de grabación de Agujero interior (1983) y Relax (1984)–, se dio el tiempo para encontrar la identidad de cada canción del álbum, sin preconceptos ni arbitraje: Moura fue compositor, intérprete, productor e ingeniero de Enigma 4.
¿Cómo pensaste el disco?
Cuando decidimos hacer esta pausa con Virus, dije “Es el momento”. Los temas salieron uno atrás del otro y eran todos muy diferentes. Al principio era confuso, no sabía de dónde agarrarme. Hasta que me di cuenta de que tenía que dejar que fluyera. Después fui entendiendo subconscientemente que eran cosas que tenía de toda la vida. Es un disco bastante libre. La idea fue hacer como una cosa en vivo: las bases se grabaron una atrás de la otra con Mariano, y cuando tuve las definitivas, hice lo mismo acá: tomas enteras. Antes, quizás, dividía la guitarra en cuatro sonidos diferentes, ahora hice uno o dos.
Siempre compusiste para bandas. ¿Cómo fue trabajar solo?
No me lo tomé así; me encontré con eso, con que no era necesario llenar tantos espacios, porque no eran partes para nadie. Era la primera vez que hacía algo que iba a cantar yo, y que haya tocado casi todos los instrumentos se dio así, no lo busqué. En la segunda parte de Virus compuse casi todo con teclados, y acá casi no hay. Solo unas referencias. A eso sé que en algún punto lo buscaba, pero no de forma consciente.
¿Te divertiste?
Sí, muchísimo. Me agarraba unas broncas bárbaras porque cuando lograba poner todo en condiciones, capaz me olvidaba de poner REC. Pero está muy bien, porque yo disfruto de eso, es parte de la historia, y para mí la música tiene mucho de juego. Nosotros nacimos muy cerca de un parque. Y yo dejé la pelota por un instrumento. Tengo la misma asociación: la de un juego, de placer y creatividad. Vos ves jugadas de Maradona y te das cuenta de que era un tiempista. Después del partido con Inglaterra, fui a la casa de Federico y oímos lo que había dicho, lo de la mano de Dios, ¡después de Malvinas! Federico dijo “Es un genio”. Después hizo otro gol impresionante. Pero para mí el mejor es el que le hace a Italia. Él tira una [falsa] pared y hace un compás de cuatro: uno, se la devuelven, dos, pica, tres y cuando la pelota va a bajar hace una síncopa, salta y el defensor y el arquero esperan que la pelota baje, pero no baja nunca, él patea arriba. Es de una lucidez increíble. La magia de él fue cambiar el tiempo.
¿Te atraía la posibilidad de volver a la inocencia creativa del primer Virus?
Sí, puede ser. Cuando estás en una banda, todo se induce a cómo está sonando el conjunto. Vos tenés incorporado un sonido, y entonces instintivamente te sale eso. Al no haber banda, tenés otra libertad. Wadu Wadu fue el disco donde más canciones aporté, y quizás tu asociación tenga que ver con eso. Lo mío arranca desde la línea melódica de la voz, con los acordes. Con Federico colaborábamos de esa manera: yo trabajaba la línea melódica y él la letra, pero después se mezclaba porque él cantaba. En la etapa de Relax y Locura tocábamos tanto en vivo que eso influía mucho en la parte creativa. Lo cual es genial, porque ahí aprendés cosas que no vas a aprender dentro de una sala. Hoy falta un poco de eso.
A Federico le gustaba cómo sonaban los rockeros de los 50. ¿Tiene algo que ver con eso tu búsqueda?
No, no es que lo pensé. De hecho, creo que no pienso cuando hago canciones. Pero lo que creo que Federico quería decir es que cuando tocás en vivo, el sonido es ese: no hay ningún proceso posible, porque el error o la distorsión se escuchan instantáneamente, son reales. Y eso es muy difícil de lograr en una grabación. En Virus no nos proponíamos sonar como el vivo, pero cuando trabajábamos un tema nuevo, el sonido nos indicaba la dirección. Por eso en el disco no hay un estilo, sino que tiene que ver con el instinto de tocar. No es casual que lo haya grabado con tomas enteras, como un disco de garage. Es la idea de no buscar una superproducción, de mostrar que no siempre es necesario meter un colchón de arvejas para que suene todo dentro de un mismo paquete. Es un desafío un poco individualista, pero quise ser fiel a cómo surgió
Otra cosa que remite a Virus es la ironía de algunas letras, ¿cómo trabajaste eso?
Fue absolutamente natural. Federico era un tipo muy lúcido, pero todos tenemos un sentido del humor bastante peculiar, y siempre convivimos con eso. Ya desde Soy moderno, no fumo te das cuenta. Este disco tiene algo más de reflexión, que tiene que ver con un momento de mi vida, pero en uno de los temas digo que soy el arquero de Arsenal de Sarandí, y la explicación puede ser muy compleja y a la vez es ninguna. Porque es una sátira. Y cuando me puse a revisar, dije “¿Voy a poner eso?”. Y la respuesta fue sí, claro, porque no tengo que explicar nada. Me remitió a cuando estábamos acá cerca, en City Bell, terminando la letra de Wadu Wadu con Federico. “Este sábado a la noche te paso a buscar a bailar el wadu wadu que te va a gustar”… y nos quedamos pensando “¿Eso vamos a decir?”. Y en eso entra un amigo, la lee, y cuando se va, sale tarareando “Este sábado…”. Ahí nos miramos y la sellamos. Porque ahí tenés que soltar la canción. Si tenés el prejuicio de si te gusta o no, es tu problema. La realidad es la que te mostró el tipo que la escuchó, la interpretó y la incorporó. En ese sentido, Federico era el más desprejuiciado. En otra letra no sabía qué decir. Entonces empecé a mirar cosas colgadas, cosas que fui atesorando desde las primeras giras, y fui relatando todo. Me sentí bien de poder incluir esas cosas cotidianas que tienen vida, fue fantástico. De hecho, es la letra que más me gusta.
¿Cómo se fueron colando tus influencias?
Virus tiene cosas de Ney Matogrosso, de Alice Cooper, de un montón de artistas. Y a su vez de ninguno. Porque Federico fue descubriéndose a sí mismo a la vez que iba descubriéndome a mí, y yo lo mismo. En Marabunta éramos cuatro vagos que tocaban en boliches por la mitad de la consumición. Hasta que lo dejamos por el quilombo que se armaba. Todo eso pasó. Mucha gente se fue, muchos murieron. Siento con mucha intensidad eso y me hace muy bien saber toda la gente valiosa que hubo. Me acuerdo de todos ellos. Cada cosa tuvo sentido, cada vida, cada amor, cada muerte. Es muy loco, porque desde la pausa con Virus hasta el disco, todos los recuerdos que empezaron a aparecer son maravillosos: todo lo triste quedó como algo que ya está, nada se puede hacer, porque las cosas que vivimos lo valieron. Puedo recordar con alegría. Y eso es muy lindo.
Eso se percibe en la primera canción del disco.
Es loco lo que decís, porque la letra es desconcertante, pero termina con ese optimismo al que me refería. No sé si soy optimista, pero elijo recordar y agradecer, sin resentirme ni sentirme culpable, ni echar de menos nada. Viví y aprendí muchísimo, entonces hay algo esperándote. Es un deseo. Si tengo que analizar el disco, no lo hago musicalmente, sino viendo qué es lo que quería hacer, y me siento muy contento con eso.
Otras revelaciones
Enigma 4 despertó en Julio Moura un nuevo enamoramiento por las guitarras. “Tocar bien es muy difícil, es arduo encontrar un sonido, pero el entorno tuvo mucho que ver”, dice bajo la sombra espesa de un pino. “Hay efectos que podrían parecer teclados pero son guitarras, me divertí mucho con eso. Tenía cuatro equipos diferentes, y seis o siete violas. Entonces iba agarrando y probando, y eso es divino porque, aunque en el momento decía ‘soy un estúpido, no sé qué va a salir’, después salía lo que realmente sentía”.
En ese proceso aparecieron las estelas de sus héroes (de Jimi Hendrix y Ritchie Blackmore a Sam Andrews y Brian May) y los recuerdos con Pappo y Luis Alberto Spinetta. En el primer recital que vio en su vida, Napolitano tocaba una Gibson Les Paul: era Pappo’s Blues en el viejo comedor universitario de la UNLP. “A mí me encantan los riffs, por eso Pappo para mí es el símbolo del guitarrista argentino. Cuando armó Riff hicimos una gira juntos. Yo tenía una guitarra Steinberger que era una pieza sola de grafito, que le quedaba como una hebilla de cinturón, y sonaba tremenda, aunque nunca terminó de entender cómo funcionaba. Esa misma noche salimos y se le acercó un grupo de metaleros que le dijo ‘¿Qué hacés con estos trolos?’. Pappo agarró a uno y lo empezó a levantar, como en las películas, diciéndole ‘¿qué me decías? No te entendí’. Era un tipo puro barrio, calle y guitarra”.
A Luis lo escuchó por primera vez a los 14 años, cuando se compró el LP debut de Almendra. Veinte años después de animó a pedirle los tonos de Muchacha. “En el 89 giramos con él y, no sé cómo, pero se enteró que para mí él era uno de los grandes. Entonces me llamó y me dijo que quería que tocara «Ana no duerme» con él. Yo tenía un miedo bárbaro porque no sabía los tonos y él me dice ‘yo tampoco’. Así que empieza a tocar, Quebracho me levanta con guitarra y todo y me para arriba del escenario. Cuando contaron cuatro me aterroricé. Federico había muerto hacía muy poco y Luis me miró de una manera tan… yo la relaciono mucho con Federico, porque era como decir ‘acá no existe nada, esto es música, somos vos y yo’. Son cosas que me encanta contar pero que son tremendas porque ahora él tampoco está. Luis para mí es como Gardel”.