Ron Carter, el bajista de jazz más grabado de la historia, nunca planeó tocar jazz. Pero cuando el nativo de Rochester (Nueva York) se graduó de la prestigiosa Eastman School of Music en junio de 1959, su sueño de convertirse en un chelista clásico había sido desalentado. Su piel, según le hicieron entender sus directores de orquesta, era del color equivocado. “Me disuadieron dos veces”, afirma Carter, de 79 años, sentado en su departamento de West Side Manhattan una tarde soleada. “Se me informó que el mundo de la música clásica no estaba preparado para recibir a alguien que tocara esa música y que no se pareciera a Beethoven o a Haydn”. (A juzgar por el CD de Glenn Gould que descansa sobre su estéreo, su amor por la música clásica se mantiene). Con una esposa y un hijo que mantener, Carter entonces cambió el chelo por un contrabajo, y Beethoven y Haydn por Duke Ellington y Charlie Parker. Se puso a tocar en la ciudad durante los fines de semana para pagar el colegio, pero Rochester no era un lugar para un ambicioso músico de jazz de 22 años. Nueva York era la única ciudad que importaba. “Así era, y hoy es igual”, sostiene.
Carter se mudó a la ciudad en un período particularmente fértil para el jazz, en el que jóvenes artistas trazaban nuevos caminos y los grandes veteranos todavía seguían. Pero aun para Carter, que está entre los músicos más jóvenes que vivieron en esa era, el recuerdo de lo que podría ser el mejor año del jazz, en lo que indudablemente es la ciudad más grande del jazz, se está perdiendo rápidamente. Su prioridad en ese momento, según cuenta, era darle de comer a su familia. “Eso fue hace 57 años, man”, me sigue diciendo, sonando ligeramente irritado y al mismo tiempo comprensivo.
Este año, el jazz cumple oficialmente un siglo de vida, pero el aniversario viene con una salvedad: el género emergió en Nueva Orleans a principios del siglo, una mezcla de música africana, europea y caribeña. Sin embargo, la primera grabación realmente etiquetada como jazz se hizo en Nueva York en 1917, por la Original Dixieland Jazz Band, un grupo de artistas de la ciudad que se había apropiado de los sonidos locales. El jazz que Carter escuchó al llegar a Nueva York tenía poco en común con la música frenética de los adolescentes, más allá de algunos componentes clave: improvisación, blues y swing. Para 1959, el jazz había llegado a la madurez. Y gracias a las innovaciones de Miles Davis, Charles Mingus, Dave Brubeck y John Coltrane, estaba a punto de entrar en una nueva y salvaje fase. Carter tenía un lugar privilegiado para lo que puede considerarse el club más controvertido de la historia del jazz. El 17 de noviembre de 1959, un audaz saxofonista de Los Ángeles llamado Ornette Coleman hizo su debut en Nueva York en el Five Spot, un lugar del East Village frecuentado por artistas, beatniks y bohemios. El flamante álbum de su cuarteto, The Shape of Jazz to Come, lanzado un par de semanas antes, había dividido a los críticos con sus melodías disonantes y la falta absoluta de estructura armónica. Nadie sabía si los graznidos cacofónicos que emanaban del saxo alto de plástico blanco de Coleman eran sonidos de un genio innovador o si eran las burlas de un provocador maleducado. Ásperos, frenéticos, pero a veces inusualmente bellos, eran una declaración atrevida en el jazz, y la vanguardia cultural de la ciudad –desde Jack Kerouac hasta James Baldwin y Robert Rauschenberg– se dirigió a las puertas del Five Spot para escucharlo en persona. Ahí, en un bar que olía a aserrín, cerveza agria y humo de cigarrillo, fueron testigos del nacimiento del free jazz.
En otra ciudad, en otro tiempo, Coleman habría sido rechazado como un fraude, o peor, ignorado. Pero el jazz era importante en ese momento –tanto como entretenimiento popular como por expresión de un cambio social– y sobre todo allí. Tan notable fue el evento que la tanda de dos semanas se convirtió en una “residencia” de diez semanas, seguidas de un tramo de cuatro meses en 1960. La intelligentsia, en su mayor parte, aplaudió el coraje de Coleman. El conductor de la Filarmónica de Nueva York, Leonard Bernstein, saltó después de uno de los sets y proclamó que era “lo mejor” que le había pasado al jazz. The New Yorker, al principio, expresó sus condolencias por “el saxo alto mortalmente herido” de Coleman, pero luego publicó una entrevista llena de admiración en la que lo comparaban con Louis Armstrong y Charlie Parker.
El saxofonista Archie Shepp, de entonces 22 años, que recién había descendido del tren de Filadelfia, dice: “Cuando escuché por primera vez a Ornette, no me llamó mucho la atención”. Sin embargo, algo de la música lo llamaba cada noche, aun cuando no podía pagar el mínimo de USD 1,50 de un trago. “Me solían echar frecuentemente –cuenta Shepp hoy, a los 79 años, en su casa en las afueras de París, donde pasa la mayor parte del año con su compañera francesa–. Así que me escondía entre los clientes”. Shepp terminó siendo uno de los practicantes más fervorosos del free jazz, y luego, un profesor de Estudios Afroamericanos en la Universidad de Massachusetts.
Miles Davis y Charles Mingus –luminarias de la escena de jazz contemporánea– pidieron participar y zapar. Otros fueron menos piadosos con lo que consideraban una anarquía musical. Carter, que tocó en el Five Spot por muchas noches junto al pianista Randy Weston y el baterista Roy Haynes, dice: “No entendía la definición de ʽfree jazzʼ. No me parecía para nada libre”. George Coleman (no hay relación con Ornette), saxo tenor, está de acuerdo. “Nada es libre –dice el músico de 82 años, cuando me encuentro con él tras bambalinas en el concierto que dio en el National Endowment for the Arts (NEA) en Flushing Town Hall, Queens–. Tenés que trabajarlo”. (Esa misma noche, Coleman lo sigue trabajando, sonando igual de suelto en su saxo como cuando gobernaba el circuito de jam sessions de los 50 y 60).
El baterista Max Roach, veterano de la escena bebop de la década anterior, fue a lo mejor el que tuvo la reacción más violenta. Buscó a Ornette Coleman en la cocina detrás del escenario, entre los sets, y lo golpeó en la boca, una agresión especialmente devastadora para alguien que toca un viento.
La primacía de 1959
Elegir un año como el más signifivatico es inherentemente problemático, tanto en el jazz como en cualquier campo. “No entiendo el fetichismo que hay por 1959 –dice el veterano crítico de jazz de la revista Village Voice, Gary Giddins–. Fue un gran año, pero ¿por qué tiene que ser mejor que 1961, 1938 o 1946, cuando podías escuchar a Bird y a Diz [Charlie Parker y Dizzy Gillespie], [Duke] Ellington, [Count] Basie y [Art] Tatum a pocas cuadras uno del otro? Yo creo que 1978 fue un año extraordinario, pero no se convirtió en un mito todavía”.
Lo que distingue a 1959, no obstante, no es solo la preeminencia de música excelente, sino la manera en que el jazz reflejó el espíritu aventurero que atravesó la cultura, la ciencia y la política, que también se resumía en el eslogan de campaña de John F. Kennedy, “Una nueva frontera”. “Había una acogida de lo nuevo y de lo joven, de lo que venía de afuera y de lo inusual –dice Fred Kaplan, un columnista de seguridad nacional, crítico de jazz de Slate y autor de 1959: The Year That Changed Everything–. Y parte de esto vino, creo, por la inauguración del programa espacial. Los rusos habían tirado el primer cohete en alcanzar la velocidad de escape. [Había] vuelos internacionales constantes de costa a costa. Era una época de avances, de romper barreras”. Las autopistas interestatales que Ron Carter tomó desde Rochester, o que el trompetista Lee Morgan tomó desde Filadelfia, acababan de ser pavimentadas.
Era el momento justo para una revolución musical, y la de Coleman fue una de las tantas que se llevó a cabo ese año. Cada una está asociada con un disco icónico que sacudió, a su manera, los cimientos del jazz. Time Out, de The Dave Brubeck Quartet, lanzado en diciembre, rompió con el ritmo en 4/4 que era común en el jazz, y al mismo tiempo, en la mayoría de la música popular. Inspirado por los ritmos que escuchó en la gira del Departamento de Estado por Europa oriental y Turquía, Brubeck quería que cada track estuviera en un ritmo distinto. Time Out fue el primer álbum de jazz en vender más de un millón de copias, en parte gracias al exitoso single Take Five, que hacía que el ritmo en 5/4 pareciera engañosamente sencillo para que uno chasqueara los dedos.
El bajista Charles Mingus trascendió el tiempo con Mingus Ah Um, un tour de force posmoderno. Con la raíz en el bebop, tomó del swing, el góspel, el R&B, la música latina y el jazz de Nueva Orleans, pero al mismo tiempo tenía experimentos sónicos que hacían quedar a Ornette Coleman algo anticuado. Aceleraciones y desaceleraciones de tiempo y cambios de golpe. En ese sentido, el álbum parecía una extensión de la personalidad volátil de Mingus, que era capaz de una furia tiránica –que solía descargar sobre su banda, sobre el público o incluso sobre su bajo– y de una ternura sin parangón.
“Físicamente era miserable”, dice el saxofonista John Handy, de 84 años. Es el único sobreviviente de su banda. Habla desde su casa en Oakland, California, y recuerda la sesión de Ah Um como un desastre: “Tenía úlceras que lo hacían ponerse loco. Era un maniático, un inestable en muchas formas”. Aún más problemática era la renuencia de Mingus para explicar la música que quería que tocara la banda. “Podríamos haber tocado mejor”, afirma Handy, que aparece en el track más importante del álbum, Goodbye Pork Pie Hat. No sabía los acordes. “No sabíamos qué estaba pasando, así que hacíamos lo que podíamos”, cuenta.
En ese entonces, Handy temía que el disco fuera una vergüenza. “Hoy estoy muy agradecido, me ayudó mucho en mi carrera”, confiesa. (Handy fue nominado en dos ocasiones para un Grammy por sus composiciones). Mingus Ah Um demostró que el jazz no tenía que progresar en una línea recta, sino que podía recaer sobre sí mismo y avanzar a pasos agigantados. Reveló un nuevo camino, si bien Mingus era el único que podía transitarlo.
Kind of Blue, la obra maestra de Miles Davis, podría ser tranquilamente considerada un sólido argumento para la primacía de 1959, aun cuando ningún otro álbum notable hubiera salido ese mismo año. Como Time Out y Mingus Ah Um, fue grabado en el estudio de Columbia en la calle 30, una iglesia presbiteriana modernizada que fue el sitio donde se hicieron grabaciones icónicas de jazz, música clásica y rock. Cuando llegaron al estudio el 2 de marzo, los sidemen de Davis –entre ellos, John Coltrane en saxo tenor, Cannonball Adderley en alto y Paul Chambers en bajo– tenían poca idea de qué iban a tocar, y menos aún eran conscientes que se convertiría en el álbum de jazz más vendido de la historia. Solo sabían que Davis y el pianista Bill Evans planeaban construir el álbum en torno al concepto de modalidad, deshaciéndose de los cambios de progresiones de acordes y requiriendo así que los músicos improvisaran en torno a una escala particular (las teclas blancas de un teclado, por ejemplo). El resultado, conmovedor e introspectivo, es el sonido del descubrimiento puro.
“Tenés grandes músicos ahí. Podían hacer todo lo que [Miles] les pidiera –dice el último participante que queda vivo de aquellas sesiones, el baterista de 88 años Jimmy Cobb, que usa una gorra de béisbol de la NEA en un concierto en el ayuntamiento de Queens–. Algo estaba pasando con lo que tenía en la cabeza, y ellos lo escuchaban. No había mucha partitura del estilo”.
Wayne Shorter, una leyenda de 83 años, reemplazó un par de años más tarde a Coltrane como tenor en el sexteto de Davis. Desde su casa en Los Ángeles, recuerda cuán abstracta podía ponerse la dirección musical de Davis. “Si en una conversación él escuchaba algo inusual y que no se esperaba de la boca de alguien, Miles decía: ‘¿Por qué no tocás eso?’”, cuenta Shorter, imitando la voz rasposa de Davis.
Kind of Blue abrió las puertas a una nueva dimensión de jazz, y la modalidad se convirtió en el idioma dominante de la vanguardia. “Tenía ese gran efecto porque aquellos que podían seguir ese gran movimiento eran capaces de contar una historia diferente”, dice el saxofonista Jimmy Heath. (Heath, figura principal del concierto de la NEA en Queens, sopla las velas de su cumpleaños 90 en el escenario). Para el tenor, que fue liberado en 1959 después de ser sentenciado por posesión de narcóticos, contar una historia distinta es mucho más que una cuestión musical.
Tiempo de imponerse
Al mismo tiempo, los solistas individuales indagaban en nuevos sonidos. Tras haber dejado atrás una adicción a la heroína que lo había expulsado de varias bandas, Coltrane buscó la iluminación musical con un fervor renovado. Sobrio, estudió teoría musical como si fuera la Biblia y practicaba el saxofón como un fanático. Archie Shepp recuerda haberlo visto en el Five Spot en 1959. “Coltrane solía bajar del escenario después de un set con [Thelonious] Monk, meterse inmediatamente en la cocina y tocar durante el interludio. Después se subía de vuelta y seguía tocando”.
Una noche, durante el show de Coltrane en el Five Spot, Shepp se quedó hasta que el club cerró a las cuatro de la mañana y se presentó. “Le pregunté si me podía ayudar con mi instrumento –relata Shepp–. Me invitó a que pasara por su casa al día siguiente”. Coltrane tenía una reputación de irse a su casa y seguir practicando aun cuando había terminado el show, a menudo quedándose dormido con su instrumento. Shepp estaba tan entusiasmado por esta lección que apareció en el departamento de Coltrane, en la calle 103 y en la avenida Ámsterdam, a las diez de la mañana siguiente. “Su esposa de entonces, Naima, me dijo: ‘John todavía no se despertó. Vas a tener que esperar’”. Shepp se sentó.
“Se despertó alrededor de la una –recuerda Shepp–. Su saxofón estaba en el sillón. Fue directo a buscarlo y se puso a tocar. Podrías decir que estaba tocando Giant Steps”, que se convertiría en el tema principal del álbum debut de Atlantic, grabado en mayo de 1959.
Giant Steps fue, en cierta forma, la antítesis de Kind of Blue: un triunfo técnico en el que Coltrane volaba a lo largo de cambios intrincados de acordes en tempos veloces con un momentum que no cedía –y, al mismo tiempo, haciendo declaraciones musicales coherentes y originales–. Incluso su pianista en esa época, Tommy Flanagan, tenía problemas en seguirle el paso. Giant Steps fue un nuevo hito del virtuosismo y la complejidad armónica, un sondeo tripulado en la exosfera del jazz.
Alrededor de la misma época, el saxofonista de 28 años Sonny Rollins sentía que había llegado a un callejón sin salida. Había conseguido un reconocimiento considerable. Decidió retirarse de las presentaciones en vivo para mejorar su tonalidad, su digitación y sus ideas. “No estaba donde quería ir –dice Rollins, que sostiene que todavía no llegó a ese punto a pesar de ser universalmente reconocido como uno de los mejores músicos de jazz de todos los tiempos–. No podía sostener mi reputación. Necesitaba escaparme de la escena musical”.
Él también había alcanzado la sobriedad un par de años atrás, y estaba buscando una nueva dirección musical. Incluso había practicado con Ornette Coleman en las orillas del océano Pacífico. Pero ahora necesitaba un lugar para concentrarse, dado que sus vecinos en Grand Street pronto perderían la paciencia con él. Encontró un lugar por casualidad mientras caminaba en el puente Williamsburg hacia Brooklyn. “Encontré un lugar. Los trenes no podían verme y los autos tampoco –recuerda Rollins desde su casa en Woodstock, Nueva York, donde se mudó recientemente–. Los barcos pasaban por debajo de mí y yo soplaba algo y ellos me contestaban”. Como su esposa podía pagar el alquiler con su trabajo en el departamento de Física de la Universidad de Nueva York, Rollins se pasó 12 horas diarias durante meses en su claustro en el puente, tocando para él mismo y para el East River. “Era el cielo”, dice.
El 25 de agosto de 1959, en una noche templada, Rollins escuchó novedades que llevaron a que terminara su exilio autoimpuesto del mundo del jazz: Miles Davis había sido brutalmente golpeado por un policía en las afueras de Birdland, en la calle 52 y Broadway. Davis estaba tocando en el club y había salido para tomar aire. El policía le dijo que se fuera, y cuando Davis respondió que su nombre estaba en la puerta, el policía le pegó varias veces en la cabeza con el garrote, derramando sangre en su traje color kaki.
“Cuando dijeron en la radio lo que había pasado, fui para allá con mi pistola –cuenta Rollins, que había tocado a menudo con Davis–. Si hiciera algo como eso hoy, estaría pidiendo que me mataran”. Para el momento que llegó al centro, la escena se había limpiado. No sabe qué habría hecho si no hubiera sido así –especialmente porque era un pacifista cuya arma solo disparaba balas de salva–. “Solo quería pelear al lado de Miles”, explica.
En ese entonces, la discriminación racial no se encontraba tan tipificada en Nueva York, a diferencia de los estados sureños. Los clubes no estaban tan segregados y había un número de bandas mixtas. Pero aun así, tomaba formas traicioneras. La policía mantenía un control de los músicos al exigir credenciales de cabaret a quienes trabajaran en establecimientos donde se vendía alcohol. Era un sistema que solo funcionaba en Nueva York y les hacía la vida muy difícil a los practicantes negros del jazz. Un arresto previo era motivo suficiente para negar el permiso, lo cual podía, y de hecho logró, arruinar carreras.
La policía sospechaba especialmente del jazz. “Algunos policías, particularmente en el Village, se ponen locos cuando un lugar empieza a atraer parejas de negros con blancos –escribió el crítico de jazz Nat Hentoff por esos años en Dissent–. Cuando Charlie Mingus tocó en un club, atrajo a muchas parejas mixtas, y la policía local le dijo al dueño que no lo contratara nuevamente. ʽEse tipo fomenta el mestizaje’, le explicaron”.
La agitación política de 1959 le dio al jazz un sentido de urgencia que el rock and roll aprovecharía una década más tarde. “Había una militancia ahí que ahora no existe en el jazz –dice el empresario George Wein, que fundó el Newport Jazz Festival en 1954–. Miles, Mingus, Roach, estaban luchando 24 horas al día”.
La música era una de las maneras de luchar. La tenebrosa Fables of Faubus en Mingus Ah Um, por ejemplo, repudiaba a Orval Faubus, gobernador de Arkansas que se opuso, famosamente, a la integración en un secundario de Little Rock en 1957. Pero la pelea también se extendió al indomable comportamiento de los músicos. “La misión que teníamos en el jazz era el cambio social”, sostiene Wayne Shorter, que llegó a Nueva York ni bien fue licenciado del ejército a principios de 1959 y que encontró trabajo rápidamente en los Jazz Messengers de Art Blakey. “Art solía decir: ‘Cuando vayas a un restaurante, caminá con confianza, nunca te apichones. Pensá que estás arriba del escenario siempre’”, cuenta Shorter. La idea, explicaba Blakey, era hacer que la gente se diera vuelta y dijera “¿Quién diablos es él?”. Probablemente esas hayan sido las palabras en los labios de los neoyorquinos cuando Shorter y su compañero en los Jazz Messengers y de departamento, el trompetista Lee Morgan, pasaban en el Triumph convertible azul de Morgan.
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El jazz nació en Nueva Orleans, emigró a Chicago en los años 20 y se asentó en Nueva York definitivamente a principios de los 40. Para 1959, la ciudad no tenía competidores reales como ciudad del jazz. La Costa Oeste produjo grandes músicos, y había cualquier cantidad de estudios de grabación en Hollywood. Pero nadie sabía cuánto valía realmente hasta que se probaba en la Gran Manzana.
Poco después de llegar a Nueva York (su esposa había conseguido un departamento en Harlem), Ron Carter consiguió trabajo como sideman de Randy Weston. Los lunes, cuando la banda tenía día libre, Carter se iba a las jam sessions en clubes como Brankers, Birdland o Count Basie’s. Esas sesiones eran un requerimiento profesional para cualquiera que buscara establecer su reputación. “Los tipos tenían que escucharte tocar una vez al menos antes de invitarte a sus shows –cuenta Carter–. Debías tocar mejor que [el resto de] los tipos”.
Si bien los clubes proliferaron en todos los barrios después de la guerra, el epicentro del jazz en Nueva York estaba en Manhattan. Músicos de todas las generaciones solían encontrarse en el Jim & Andy’s de la calle West 48, ya sea para buscar trabajo o para tomar algo entre sesiones de estudio. Otro lugar de encuentro era el Brill Building, en Broadway, donde el sindicato de músicos Local 802 tenía sus oficinas. “Los músicos estaban todos en la calle, en la vereda –afirma Rollins–. Había un gran sentido de hermandad”.
La marquesina de Birdland tuvo a los grandes nombres del país, desde Duke Ellington hasta Dizzy Gillespie y Miles Davis. Para Rollins, no obstante, el verdadero entretenimiento estaba en la calle. “Después de que Birdland cerrara a las 4 de la mañana, la gente se quedaba afuera del club. Me acuerdo de que una noche estuvo el saxofonista Eddie Harris, a quien conocí en Chicago. Después de cerrar, todos los músicos se quedaban hablando en la calle y Eddie se sentía en el cielo, porque no había semejante cosa en Chicago, ni en Detroit o en Los Ángeles… no así”. Lo que hizo que 1959 fuera un gran año fue que los jóvenes pioneros estaban viviendo y tocando en la misma ciudad que los hombres y mujeres que inventaron el jazz. La vieja guardia tenía todavía un par de lecciones para dar. “Solía ir a la casa de Eubie Blake –afirma Weston, que vivía en el mismo barrio de Brooklyn que el pionero del ragtime (Weston todavía considera que el barrio es su casa)–. Me contaba lo que pasaba en la década de 1890 con las batallas de piano”.
Incluso, mientras la multitud se amuchaba alegremente afuera de Birdland, un resabio de otra era se desvanecía del otro lado. El gran saxofonista de swing Lester Young, que vivía en el Alvin Hotel y que podía ver el toldo azul de Birdland desde su ventana, a menudo invitaba a los músicos a su casa. Rollins fue uno de ellos. “Lester era nuestro dios –recuerda Rollins–. Lo considerábamos un gran privilegio”. Young tenía 49 en ese entonces, pero las décadas de alcoholismo lo hacían ver más anciano. Estaba frágil y subsistía principalmente a base de ginebra Gordon. “Parecía una persona que no estaba bien”, recuerda Rollins. Young falleció el 15 de marzo de 1959. Billie Holiday, su alma gemela musical, lo siguió tres semanas después. Sus muertes fueron recuerdos de que ninguna edad de oro dura para siempre.