Después de la última función de la temporada, Rodolfo Mederos se subió al Citroën de Juan José Mosalini y partió rumbo a la playa. Ya era noche cerrada, pero la costanera marplatense y los últimos compases de la orquesta de Pugliese todavía emitían su propio resplandor. Los años 60 estaban llegando a su final y, entre otras cosas, parecían arrastrar los últimos jirones del tango como cultura popular. El auto finalmente se detuvo, y los dos bandoneonistas bajaron hasta la arena. Mederos amontonó las piezas de su traje y, frente al mar y la mirada de su compañero, encendió un fósforo. Ese gesto privado era casi una performance: su propio método para el exorcismo.
“Sentía que comenzaba el final –dice Mederos–. La pregunta era: ʽ¿Qué hacer?ʼ. No me interesaba seguir la ruta de Piazzolla. No digo que no me gustara su música, sino que me parecía una estética muy personal. A diferencia de otros compositores más penetrables, sentía que su música tenía esta limitación: uno podía hacer un arreglo distinto de ‘El choclo’ tantas veces como quisiera, pero ‘Adiós Nonino’ no iba a quedar mejor. Excepto que la hiciera Astor. Había algo criptológico, hermético. Parecía suficiente con que lo pudieras escuchar, entender y disfrutar. Si yo traspasaba ese camino, se cerraban las puertas y me quedaba atrapado. Pero en ese mismo momento la ciudad empezaba a mostrar esa música que después se llamó rock nacional, y mi espíritu siempre fue inquisidor. De la misma manera en que observaba las armonías de Bill Evans o lo que hacía Stravinsky, cómo no me iba a preguntar de qué estaba hecho eso que tocaba Spinetta. Soy una olla donde se cocinaron muchos gustos: un producto del sincretismo”.
El primer paso fue su trabajo como arreglador para el Quinteto Guardia Nueva, donde militaban sus dos excompañeros en la fila de bandoneones de Pugliese: Mosalini y Daniel Binelli. “Los tres estábamos con la misma óptica: contestatarios, por no decir tirabombas –dice Mosalini–. Entonces, con todo afecto, renegábamos de la jovatería tanguera. No es peyorativo, pero mirábamos todo eso con desconfianza. Pensábamos que estaba anquilosado. Entonces Mederos decidió hacer un grupo para romper con todo”.
Como una forma de hacer tabula rasa, Mederos bautizó a su proyecto “Generación Cero” y se dejó crecer el pelo. Reclutó al contrabajista Ricardo Salas, a dos jazzistas todoterreno como Arturo Schneider y Pocho Lapouble, y puso de pie a la fila de bandoneones. Aunque todavía tenían un carácter camarístico, el 6 de julio de 1973 se presentaron en el auditorio de Sadaic frente a un público de extracción rockera. Piazzolla, que entonces coqueteaba abiertamente con La Pesada, escribió un comentario elocuente: “Todo estaba terminado esa noche: comenzaba algo nuevo y eso era importante”. Generación Cero, sin embargo, entró en pausa y el disco Fuera de broma quedó orbitando en el limbo de los inéditos. Proverbialmente meticuloso, Mederos había entendido que todavía faltaba algo si realmente quería trascender su límite. En medio de esas cavilaciones, sonó el timbre de su casa.
Tomás Gubitsch era un adolescente que vivía a cinco cuadras, tocaba prodigiosamente la guitarra eléctrica y venía de grabar un simple “afro-progresivo” con Waldo Belloso. Era sensible, inteligente y estaba dispuesto a romper el molde. No era casual. Su familia, vinculada al mundo intelectual porteño, lo había puesto en contacto con la literatura, los discos de Almendra y el gallinero del Colón. “Para mí era rarísimo ir a encontrarme con un bandoneonista –dice Gubitsch–. Era otro mundo. Pero sabía que Rodolfo era joven, tenía el pelo largo y, en ese momento, estaba podrido del tango”.
La alianza fue fructífera. Gubitsch lo vinculó culturalmente con el universo del rock y el bandoneonista lo introdujo en el mundo del tango. Así, mientras la larga noche de la Triple A se cernía sobre Buenos Aires, Mederos comenzó a estrechar lazos con bandas como Aquelarre. “Tenía una necesidad casi salvaje, visceral: quería encontrar una nueva manera de hacer sonar la realidad que estábamos viviendo. Y sentía que con Tomi podía lograrlo”.
De la mano de Gubitsch, Mederos ensambló una segunda formación con el bajista Eduardo Criscuolo y dos ex-Espíritu: el tecladista Gustavo Fedel y el baterista Fito Messina. El material que tenían entre manos era poderoso. Una serie de riffs circulares y fugas eléctricas que evocaban una versión ominosa de Buenos Aires. La mesa ya estaba servida: jazz, rock, tango. La música que tocaban era el ruido que hacían todas esas placas subterráneas cuando entraban en fricción.
Por un momento barajaron el nombre de “Pulso”, pero decantaron por “Generación Cero” y firmaron contrato con el sello Diorama. En diciembre de 1976 entraron a los estudios Sound Center con Litto Nebbia como “director de grabación” y Gubitsch debatiéndose entre Invisible y una gira europea con el Octeto Electrónico de Piazzolla. “El disco salió a la venta cuando yo ya estaba en París –dice el guitarrista–. De hecho, alguien me trajo un ejemplar a Francia y recién ahí vi la tapa y escuché el mix final”.
Aunque suele quedar fuera del canon, De todas maneras es uno de los discos que mejor cifra el perfume anímico de la época. Su paranoia, su sentido del horror, la derrota y la soledad. En su aproximación al rock, por otro lado, es más honesto y poderoso que todos los intentos de Piazzolla en la misma dirección. No casualmente se convirtió en la cifra perfecta de esa nueva música argentina que Miguel Grinberg y Pipo Lernoud proponían desde el Expreso y La Opinión. Los tiempos, sin embargo, no dejaban entrever ningún futuro. Durante 1978 pasaron por varios cambios de integrantes y, silenciosamente, el proyecto se disolvió en el aire negro del Proceso.
Cuarenta años después, las reediciones de RGS Music y la inminente publicación de un álbum en vivo registrado en el Teatro Coliseo durante diciembre de 1977 allanaron el terreno para el regreso. Esta vez como un quinteto mixto (bajo, batería, chelo, bandoneón y guitarra eléctrica) que, si bien se ocupará de revisitar algunas músicas de los 70 y ofrecerá un segmento acústico de versiones, basará su repertorio en las composiciones flamantes de Mederos.
“Desde hace tiempo me sucede que, si estoy en un lugar demasiado confiado, algo me empieza a incomodar –dice Mederos–. No es que estoy buscando necesariamente la incertidumbre, pero llega un punto en el que las cosas quedan saciadas. Entonces la necesidad de Generación Cero, que estaba en caución, se fue haciendo cada vez más insistente. Más inquietante. Por eso siento que no estoy recuperando nada: estoy continuando. Aunque no hice más discos ni me presenté con Generación Cero, siempre seguí conectado con esa idea. Sucede que uno muchas veces se toma vacaciones, revisa el GPS o necesita volver a la casa paterna. Ahora no estoy en otra casa: se agrandó la casa. Los límites nunca dejaron de expandirse en la emoción, en la psiquis y en las zonas más oscuras, aunque socialmente no lo haya demostrado. Porque… ¿hay que demostrarlo?”.