“¡Qué onda guachos!. Los extrañamos. Gracias por esperarnos”, grita Yannis Philippakis, buscando acortar el tiempo desde su visita en 2013 y a la vez, refiriéndose a la reprogramación que sufrió este show. Había sido originalmente agendado para mitad de 2015, pero las noticias que corrieron hablaban de los problemas con la voz de su cantante; algo que inicialmente parece cuidar aún con la sala a tope de capacidad y vapor fiestero.
Eso es todo lo que él necesita. Foals es una de esas anomalías donde la experiencia –al menos en este país- se completa con la inyección del público. Es decir, no es que se trate de una secta apendicular, símil a los Deadheads, los fans de Pearl Jam, Bruce Springsteen o inclusive del Indio Solari; los ingleses ciertamente no han provocado eso. Lo suyo es conducir la furia belicosa que se desata debajo del escenario. Ahí es donde pega ese puñado de beats -en gran parte gracias al golpe adusto en la batería de Jack Bevan-, que los convirtió en favoritos del indie a escala global. Por eso con el pogo asesino de la triada inicial de Snake Oil, Olympic Airwaves y My Number, el espíritu de la ceremonia no ahonda en sutilezas. La temperatura levanta con circle pits donde el baile de salón deviene en piñas voladoras y los ingleses devuelven a cambio versiones aguerridas de Hummer y Blue Blood.
Pero hay un punto en el que las distancias se borran. Philippakis se acerca con su guitarra a las vallas para puntear riffs en el muy funky Mountain at my gates y más tarde surfea entre la marea de cabezas con Providence. No hay relaciones secretas ni lecturas íntimas, todo está servido para compartir en medidas saludables. Su banda lo entiende y acompaña aplicando el contexto justo de cada disco: explota de math rock para los tracks de Antidotes (2008), se sumerge en el intimismo en Total Life Forever (2010), hierve de dance con Holy Fire (2013) y crece a nivel estadio en What Went Down (2015). Es por eso que en vivo, Foals se ofrece a si mismo pocas concesiones sonoras, todo pasa por las intenciones de su líder. Él es quien estudia sus profundidades en los bucólicos Spanish Sahara y Late Night, y con la noche ya promediando, suelta las riendas de sus demonios en Inhaler.
Lo que ocurrió el año pasado parece no preocuparle. Aprovechando el empuje frenético de What Went Down, un aullido desafía los límites de su complexión física al vociferear “Cuando veo a un hombre, veo a un león”. La canción comienza su marcha final in crescendo y Philippakis trepa al balcón de Groove donde cientos de manos esperan su aterrizaje. Mientras se pierde entre la multitud, de regreso al escenario vuelve a agradecer y se va con la hidalguía de quien dio todo. Centímetros más abajo ocurre lo mismo con el brillo de las luces. Cientos de personas se despegan entre sí después de casi una hora y media de música. Una brisa fresca los ayuda a salir de la caldera. De ahí a la puerta hay algunos pasos que sirven para empezar a recuperan las piezas perdidas en la pista.
El warm up estuvo a cargo de los locales Pommez Internacional, que oficiaron de acto de apertura en el que mezclaron lasers y sonido hi-fi para las mejores canciones de Buenas Noches América y su reciente –y genial– Canto Serpiente.