Ella misma abre la puerta principal de su casa del sur de Londres, sin asistentes a la vista, mirando de reojo la luz del atardecer, sorprendida. “Pasá, pasá”, dice, guiándome por un pasillo desordenado donde está su bicicleta hacia una cocina llena de pilas de libros en cada superficie posible. “¿Una taza de té?”, ofrece. Luego me lleva al cuarto de enfrente, donde hay más libros –de arte y de música y con pilas de memorias desparramadas sobre novelas diversas– apoyados en distintos muebles estilo boho-chic. Está oscuro aquí dentro, con techos bajos y pesadas cortinas dibujadas. Obras de arte enmarcadas cuelgan de todas las paredes. Florence Welch sigue con el jet lag de su último vuelo desde los Estados Unidos, después de ser headliner del Festival Grandoozy de Denver con su banda, Florence + The Machine.
Incluso en esta atmósfera crepuscular y a pesar de su cansancio, Welch, que viste una blusa de seda y unos pantalones chupín, está radiante. Su pelo castaño cae sobre sus hombros, pero su sonrisa flaquea: “Hoy es un día de ansiedad –anuncia–. La mayoría de los días son así, pero este se siente particularmente quisquilloso”. Acaba de pasar la mayor parte de la tarde tratando de encontrar algo de calma con una caminata larga (“Caminar es bueno para la ansiedad, dicen”) y un poco de meditación trascendental. Pero las presiones diarias no parece que vayan a terminar pronto para la cantante y compositora de 32 años: el día después de que nos encontremos, ella participará de la ceremonia del prestigioso Mercury Prize, en el que su cuarto disco, High as Hope, fue nominado a Álbum del Año. Después volverá a los Estados Unidos para dar dos shows en el Hollywood Bowl, seguidos de una gira mundial de arenas. También está mirando cautelosamente hacia las nominaciones de los premios Grammy de diciembre, con la expectativa de que High as Hope –que llegó al Nº 2 del Billboard 200 y Nº 1 del Top Rock Albums en julio, y es posiblemente su mejor disco hasta aquí– podría incluirse tanto en la categoría de pop como la del rock. “¡Nadie sabe dónde ponerme! –exclama, riendo–. Igual, me gusta un poco mantener las cosas despojadas”.
Welch fue nominada para los Grammy ocho veces antes. “Aunque nunca gané –dice encogiéndose de hombros–. Pero luego, una aprende más de las derrotas, creo”. Cuatro de esas nominaciones llegaron en 2015 por su último disco, How Big, How Blue, How Beautiful, una colección de canciones que detallan cómo se convirtió en una especie de experta en causar estragos personales. “Mi mayor pensamiento secreto fue que quise ganar un Grammy por ese disco como forma de decirle ‘fuck you’ a toda la situación, porque obtuve esta… esta cosa como recompensa –explica–. Pero luego me di cuenta de que no perdía nada por no haber ganado”.
Tres años después, Welch se encuentra en un punto alto de creatividad, cuando casualmente The Recording Academy está confrontando con la necesidad de ser más inclusiva en los Grammy. Aunque se vuelva a su casa con las manos vacías, no va a desacreditar todo lo que ha conseguido. Pero en su condición de artista que está operando en el pico de todos los frentes –es una extraordinaria compositora y una feroz performer, y está dando largas y sólidas giras– algunos podrían considerarla como un ideal de lo que una ganadora del Grammy debería ser en 2018. “Siempre tuve una gran imaginación –dice Welch, curvando una pierna hasta bien arriba y hundiéndose en el sofá–. Y recuerdo que de chica me sentía tan ordinaria y tan poco feliz con todo eso. Así que soñé a lo grande. ¿Tal vez me imaginé a mí misma como la persona que soy actualmente? Y mírame ahora: ¡un pedazo de la imaginación de la niña se hizo realidad!”. Su risa es vertiginosa, como si no pudiera creer que lo logró.
En diez años de carrera, Welch tal vez sea la rockstar más querida de su generación. Una performer magnética, una héroe feminista y un icono de la moda con una mística natural, no cultivada. Ella inspira no solo admiración, sino también una adulación efusiva. “Ella te hace creer que la magia existe en el planeta tierra, porque ella es mágica, desde su voz hasta su presencia y su forma de moverse –dice la actriz Blake Lively, amiga cercana de Welch–. La forma en que cuenta las historias… realmente, ella es distinta a cualquier persona que haya visto. En el escenario, hay una ferocidad en la forma en que se comunica, y en persona es tan delicada. Es increíble cómo puede ser ambas cosas en simultáneo”. Esa yuxtaposición es parte de lo que hace que las canciones de Welch atraigan a tantos fanáticos, incluso de otros artistas. “Sus canciones son anchas y profundas, cada una de ellas es un océano individual”, dice Chan Marshall, alias “Cat Power”, y sus shows son como una experiencia religiosa, con Welch parecida a una predicadora maniática. Es una headliner probada (Lollapalooza y Outside Lands, entre muchos otros) y una artista de arenas de ambos lados del Atlántico. Pero todavía esquiva el estatus de celebridad. Los paparazzi raramente la persiguen. “Nunca tuve que comprometerme –dice–. No en la forma en que me veo, en que me visto y en cómo sueno. Es increíble que me hayan dado tanta rienda suelta, pero siempre tuve mucha suerte a lo largo del camino. Durante mi carrera, fui apoyada por mucha gente buena que siempre me permitió ser libre”. Más recientemente, uno de ellos fue el compositor norteamericano Tobias Jesso Jr., quien colaboró con Welch en tres temas de High as Hope. “Es muy inusual la forma en que trabaja –afirma Jesso–. Siempre traté de encajar con cualquier cosa que estuviera haciendo. Tiene su propio estilo, su propia escala, y definitivamente no es la escala del pop regular. Honestamente pienso que no importa con quién esté trabajando, porque seguirá sonando un 99 por ciento como suena ella. Tan así de especial es”.
Quizás, The Recording Academy reconocerá lo que dice Jesso sobre Welch –especialmente en el año después de que el saliente CEO Neil Portnow sugiriera que las mujeres necesitan esforzarse si quieren recibir la misma cantidad de premios que sus colegas hombres–. En una época en que las mujeres a través de los géneros –incluyendo a las contemporáneas de Welch como St. Vincent o Janelle Monáe– están haciendo algunas de las canciones más originales y socialmente comprometidas, el comentario de Portnow se siente no solo monstruoso, sino tristemente con poco tacto.
Welch no es ajena a ser distinguida dentro de un reino dominado por hombres. Ella viene de una época que denomina “la escena punk del sur de Londres” –aunque sea la variedad del punk en el siglo XXI, aquel que no incomoda a las monarquías–, donde tocaba con músicos de la escuela de arte Camberwell, la mayoría de ellos, hombres. “Siempre se sintió como que yo estaba en su mundo, pero yo quería estar en mi propio mundo. Había tantas bandas indie de chicos dando vueltas, así que cuando conocí a mi amiga Isa [la compositora Isabella Summers, con quien escribió regularmente desde entonces y que toca los teclados en Florence + The Machine] pegamos onda porque ambas queríamos hacer música juntas, y lejos de ellos”. Escribir con Summers, dice Welch, le permitió estar “emocionalmente guiada” para expresarse lo más posible. Sus canciones tienden hacia la grandeza, pero sus letras se leen como notas de diario. (Este año, Welch publicó su primer libro de poemas y letras: Useless Magic). Con tanto volumen, High as Hope llegó como una sorpresa: es por lejos su álbum más reflexivo y tranquilo hasta ahora. Es, también, el primero que escribió y grabó sobria. El febril “Big God” se acerca al amor como una adicción, mientras “Hunger”, con su primera frase –“A los 17 comencé a morirme de hambre”– detalla sin pestañar su batalla contra la anorexia. La elección de hacer públicos algunos temas muy privados fue catártica para Welch. “Como resultado me acepto mucho más ahora, y tengo días realmente buenos, pero después hay otros en los que todavía me desarmo –confiesa–. Los insidiosos asuntos subyacentes siguen ahí”.
“Big God”, por ejemplo, es sobre un hombre que no le responde un mensaje de texto –pero más profundamente, sobre valorarse a uno mismo cuando está confiando mucho en la validación de otro–. “Esta persona que no me devuelve el mensaje es un poco dura, ¿no? –pregunta, con una risa–. ¡Desaparecieron! ¡Deben ser una especie de genios mágicos! Así que debo mantenerme devota a ellos –dice sacudiendo la cabeza–. ¿De qué carajo se trata eso?”.
Welch escribió gran parte de High as Hope sola en Londres, sin colaboradores, ni siquiera con su fiel ladera, Summers. (Después incorporaría un selecto grupo de productores, incluyendo a Jesso y Emile Haynie). “Supongo que Florence solo quería arreglárselas por sí sola [en este disco] –dice Summers–. Un momento de hacer todo por su cuenta, ese es el motivo por el cual es algo tan íntimo”. En el pasado, los discos de Welch capturaron ciertos momentos de su vida de manera intensiva. “Lungs, por ejemplo, fue un desastre total –explica ella sobre el debut de Florence + The Machine en 2009–. Decidí que quería que toda mi vida fuera como un festival: subida a un árbol, toda cubierta de purpurina… Ceremonials (2011) fue un gran fragmento de vida, una espada, algo oscura y muy sombría. Pero después, mi alcoholismo en esa época estaba bastante pesado, así que quise traducir todo en una gran catedral de sonido”.
En 2015, con How Big, How Blue, How Beautiful, su primer álbum en llegar al Nº 1 del Billboard 200, trató de salir del lío en el que estaba metida con su vida privada, que priorizaba el hedonismo por sobre la estabilidad. “Ese álbum fue celestial y eléctrico, porque yo estaba bajoneada y enojada y determinada a superarlo todo –cuenta–. Fue un disco muy masculino”. Durante años, Welch se prepararía para los shows en vivo emulando a cantantes hombres. Miraba videos de Otis Redding interpretando “Try a Little Tenderness” y cosas de Mick Jagger y Nick Cave, esperando canalizar elementos de cada uno. Cuando es comparada con artistas femeninas, aparecen Stevie Nicks, Joni Mitchell, Grace Slick, Patti Smith –todas voces singulares de épocas pasadas, lo que sugiere tácitamente que en 2018 Welch está en su propio terreno–. Es un sinsentido, insiste ella. “Mucha gente –periodistas hombres, en su mayoría– me preguntan cómo se siente ser una mujer en el rock hoy, como si eso todavía fuera pertinente”, dice ella con un suspiro y la cabeza entre las manos. “¿Por qué seguimos teniendo esta conversación? Acabo de dar shows en arenas en los Estados Unidos con Lizzo y St. Vincent. No solo vendimos muchos tickets, también hicimos que el público se volviera loco. Pero después veo otros festivales donde no hay mujeres en lo más alto y me pregunto ‘¿Por qué?’. Es muy confusa para mí esta idea de que los rockstars son los únicos que pueden levantar al público, y de que los rockstars siguen siendo hombres. ¿Realmente es así?”, sostiene, incrédula, y hace una pausa. “Quizás haya más rockstars dando vueltas hoy, ¡pero sucede que son mujeres! ¡Y sobrias! Quizás ¿los rockstars de hoy también sean popstars? Quizás los rockstars ya no miran de la forma en que algunas personas piensan, porque esa percepción ya es vieja. Los tiempos están cambiando. Un headliner de festival en estos días se parece a Adele, a Beyoncé… Podés ser superlibre y feroz, y estar llena de energía femenina y llevarte al público con vos –dice–. La rabia femenina es una de las cosas más temibles que podés imaginar”.
Ahora, en las semanas previas a la nominación del Grammy, es también una de las fuerzas que más están cambiando la música y la cultura como un todo, haciéndola más relevante que nunca. Pero la mujer sentada conmigo hoy no se muere por ganar trofeos. Se levanta para estirar las piernas, vuelve a llenar su taza con té y a acostarse en el sofá como si no ansiara nada más que paz y calma, y, quizás, una siesta reparadora. “A veces me dan ganas de ser una rockstar más cool –dice–. Tipo sentarme acá con anteojos de sol, sin responder preguntas, enigmática. Pero me gustan las personas, y hacerlas sentir cómodas. No quiero ser más el tornado”.