El piano viajó rápido y estalló en pedazos contra el asfalto húmedo. La madera –el único material precioso para los músicos– yace esparcida en el suelo; los mecanismos y las cuerdas ya inútiles, el instrumento despanzurrado y muerto. Los hombres alrededor –los músicos– no lo lloran. Es más: ellos tuvieron la idea de subirlo a los pilotes de hormigón y arrojarlo al vacío para que su vuelo ilustre la portada de su segundo disco. En la imagen resultante, el cielo blanco enmarca las figuras dispersas de autores ideológicos y materiales del hecho; los charcos espejan las estructuras portuarias en desuso, la forma todavía rectangular del piano que cae en su parábola final. Y arriba a la izquierda se lee el título: “Orquesta Típica Fernández Fierro. Destrucción masiva”.
Quince años más tarde, muchas cosas han cambiado en la Fernández Fierro. Aquella ruptura simbolizada por el piano desgraciado, que se había iniciado con Envasado en origen (2001), trocó en la búsqueda de una identidad musical propia que fue desarrollándose en discos y escenarios, en decisiones estéticas y políticas (si acaso sirve distinguirlas). Así fueron puliendo su tango estricto y nuevo. Hicieron una revisión salvaje y distorsionada del repertorio tradicional, lo renovaron y sacaron a la calle, pusieron tachas a sus bandoneones y remeras de Bowie a su línea de cuerdas; resistieron el embate de la ortodoxia y el desprecio de cierta intelligentsia para convertirse, al fin, en la orquesta más representativa de su tiempo. Además, establecieron el Club Atlético Fernández Fierro, en Almagro, donde tocan casi todas las semanas desde 2007 y donde reciben a artistas que renuevan el acervo de lo que algunos ya consideran una nueva era dorada del tango.
En 2003, aquel piano podía referir al que Osvaldo Pugliese tocaba en su orquesta, epítome de la brújula estilística de la Fernández Fierro; al instrumento ocioso que las juventudes reemplazaron por la guitarra eléctrica, o al sonido acústico despreciado por el entonces novedoso tango electrónico.
“En aquellos momentos primigenios, el punto de partida era la orquesta de Pugliese –dice el contrabajista y compositor Yuri Venturín, que dirige a la Fernández Fierro desde la partida del pianista Julián Peralta en 2005–. Pero no como un lugar donde quedarse, sino como base para la búsqueda de una estética propia”. Venturín habla como toca: severo, casi torvo. Sobre el escenario, con su cabello largo y sus gafas de aviador, parece segar con el arco las cuerdas de su instrumento, que suena procesado, una de las marcas de estilo más distintivas del sonido fierro. Junto a la mano izquierda del pianista Santiago Bottiroli son el impulso grave y arrollador que arrastra todo lo demás: el quinteto de cuerdas, la línea de bandoneones (comandada por otro fundador, Flavio “El Ministro” Reggiani) y la voz de Julieta Laso.
Venturín firma cuatro de los ocho temas que componen Ahora y siempre, el recién editado séptimo disco del grupo. Dos junto a Reggiani y otros tantos junto a Leandro Angeli, guitarrista de Cuarteto La Púa, del que se incluye “Otoño”. Bottiroli aporta “Comezón”, y el resto son composiciones de autores contemporáneos como Tabaré Cardozo o los guitarristas Cintia Trigo (Barsut) y Lucas Ferrara (34 Puñaladas). Además de dirigir la orquesta, Venturín se encargó de la producción artística del álbum.
“Desde siempre hemos ido desarrollando ciertos elementos musicales que nos resultan más atractivos que otros”, explica. Y recapitula: “De aquellos primeros discos han quedado en el camino los solos, por ejemplo. Desde hace un tiempo, la única solista es Julieta. No hay rubatos. Y usamos en un 99 por ciento un solo tipo de acompañamiento, que es el marcato –detalla–. Es el proceso de ir descubriendo lo que a uno más satisfacción le da. Es una búsqueda artística, que es como cualquier otra; es como ir descubriendo la sexualidad o cualquier otro placer”.
Para Laso, que relevó al histriónico Walter “Chino” Laborde luego de TICS (2012), la grabación de Ahora y siempre en ION fue la primera experiencia como cantora de la Fernández Fierro en estudio. “Básicamente fue un placer, por el tiempo que ya llevaba en la orquesta y porque era un repertorio que venía cantando. Había trabajado bastante con Yuri en la dirección, así que llegué cómoda, simplemente con los nervios de grabar”, dice ahora, sentada en el camarín del CAFF. Laso era vecina de la novia de Venturín, que la escuchaba cantar cotidianamente al otro lado de la pared. Cuando Laborde partió, Laso pasó al micrófono, lo que significó un cambio estridente en la interpretación y la presencia escénica de la orquesta. Su voz ya aparecía en En vivo (2014), pero ahora suena más aplomada y distinguida. Como si hubiese encontrado el tono al calor de la gimnasia de conciertos, hasta fundirse con la propuesta de la Fierro. “La orquesta me exigió un montón en muchos aspectos: a nivel actitud arriba del escenario, a nivel vocal… No hay forma de que no te acomodes; o te acomodás vos o la orquesta te lleva puesta”.
Ahora y siempre no traslada el salvajismo interpretativo ni la tromba sonora que se puede oír cada miércoles en el CAFF, pero sí sostiene esa lectura dark, casi gótica, que la Fernández Fierro hace del tango. Será que nadie que los haya visto en el galpón de Almagro puede disociar su música de esa puesta de luces a lo Nick Cave, ese tronar rítmico que es como entrar violentamente, de un volantazo, en un paso bajo nivel. Pero lo cierto es que acá no hay canciones de amor ni letras embelesadas con el barrio. Lo que hay son escenas de alienación, personajes desesperados, paisajes mugrientos que se vienen abajo.
Abre “Subrealidad”, una actualización de la apocalipsis moral discepoliana con pulso fabril, y una enumeración frenética en la voz de Laso: “Los cuervos, la rosca, la guita, el poder, / las botas, el barro, la trampa, / la ley”. Sangre y acero vuelven a mezclarse en el tango que da nombre al disco, donde la cantora entona “Miedo es todo lo que hay, / miedo es todo lo que tengo”. El núcleo del disco sigue con el instrumental “Infierno porteño”, inspirado por in crescendos del heavy metal como “Hells Bells” o “Enter Sandman”, y sigue en “Demolición”, arrebujada prima de “Construção”, de Chico Buarque. El final con “Brujos y científicos” parece abrazar a todos esos “poetas indeseables” cuyas obras la Fernández Fierro elige interpretar con su ímpetu rabioso.
“Si bien en vivo usamos determinadas distorsiones, en el estudio se puede trabajar más puntual y profundo el sonido, todo es mucho más controlable”, señala Venturín sobre el proceso de producción. Los contextos –sea una sala, un estadio compartido con Los Espíritus o la nación multitarget del Lollapalooza– condicionan, pero no determinan el discurso de la Fierro: “Nosotros creemos en lo que hacemos y no tenemos dudas: salimos y hacemos lo que tenemos que hacer sin sentirnos más ni menos que nadie”, dice Venturín. Los cruces con bandas de rock, las giras europeas y un discurso claro y verosímil abrieron las puertas de la música de la Fierro a un público que no sabía que podía reconocerse en el tango. “Nuestra generación, aun con sus falencias y, en su momento, con una gran orfandad, hoy se está encontrando –dice Venturín–. Me parece que pasa por ahí”.