Es uno de los artistas de techno más famosos de Alemania, el país con más productores y DJs del mundo, y Berlín, su capital, la meca de la electrónica. Se subió al escenario de Punta Carrasco alrededor de las 3:30 de la mañana, luego de un suave warmup a cargo del dúo Livio & Roby, que empezaron a sonar a eso de las 12:30.
Kalkbrenner es el protagonista de Berlin Calling, la película de culto acerca de la vida de un productor de música electrónica que viaja por del mundo -entre drogas, mujeres y raves eternas-, un reflejo casi exacto de su propia vida, que se convirtió en un film icónico y lo catapultó hacia una fama intensa y jamás imaginada. El disco que conforma la banda sonora de Berlin Calling, estrenada en 2008, lleva el mismo nombre que la película, fue producido por Kalkbrenner y lanzado dos años antes del rodaje del film.
“No haría otra vez una película”, le dijo a Billboard desde el Faena unos días antes de tocar. “En su momento, sirvió para dar a conocer mi música y me llevó a tocar más de 140 shows por año durante dos o tres años, pero no lo haría de nuevo”, admite con una expresión de exhaustividad, “salvo que me ofrezcan algo increíble que no pueda negar”, dice con una sonrisa.
Después del estreno de Berlin Calling, hasta el año pasado, el productor internacional tocaba incesantemente en todos los festivales importantes de Europa, haciendo agitar a millones durante largos veranos en los mejores clubes de Ibiza. Su música en 2008 dejó de pertenecerle a BPitch Control, la discográfica que lo produjo durante casi una década, y desde este año está a cargo de Sony Music. En el medio sacó varios discos bajo el sello Paul Kalkbrenner Music. “Tenía la errónea idea de que perdería el control de mis canciones si eso pasaba”, explica respecto de su partida de los sellos independientes. “Ahora puedo decidir cuándo tocar, a qué hora y en qué lugares”, explica.
A sus 38 años, Kalkbrenner está casado con la productora y DJ rumana Simina Grigoriu, con quien tuvo una hija a principios de este año, llamada Isabella Amelie: uno de los motivos por los cuales ya no quiere tocar de 6 a 10 de la mañana todos los fines de semana.
La primera vez que vino a la Argentina se presentó en Cocoliche, el mítico club porteño que cerró hace dos años. La segunda fue en Creamfields, hace cinco. “Cocoliche me fascinó”, dice el alemán, nacido en Leipzig, quien ahora reside en Berlín. Pero la visita merecida, aquella que le rindió el tributo exclusivo, la que lo recibe luego de 15 años de experiencia, fue esta.
Detrás de unos sintetizadores, una Mac con Ableton Live, sus controles MIDI, una consola infinita y todo un combo letal de dos copias equipos que trae especialmente para sus shows en vivo -algo que lo diferencia de un DJ y lo convierte en un productor de música- apareció un Kalkbrenner con la camiseta de Argentina (es fanático de las camisetas de fútbol) y se colocó en el centro de escenario con dos pantallas gigantes en los laterales, divididas en tres pedazos, que daban una sensación de sumergimiento hipnótico.
Desde velocímetros, tacómetros, agujas, medidores, códigos, hasta un círculo de estrellas de colores que rotaba en sí mismo, las visuales que usó Kalkbrenner en sus pantallas acompañaban a la música a la perfección. Incluso mostraban una paleta de colores acorde con la luz del día: mientras iba subiendo el sol detrás del escenario al lado del río, los colores se tornaban más amarillentos y naranjas.
Tocó mucho repertorio de su nuevo disco, como Cloud Rider, Mothertrucker y Feel Your Head, pero también paseó por clásicos como Sky and Sand (el hit de Berling Calling) y Aaron, como anteúltimo tema, haciendo sacudir al mar de gente mientras pasaban aviones por arriba a las 6 y monedas. Regresó dos veces por un bis, algo no tan usual en los sets de grandes productores. Si bien se mantuvo detrás de las bandejas sin emitir demasiados movimientos durante todo el recital, al terminar por completo su set, se despidió de la gente haciendo una reverencia por delante de la cabina, agitando a un público que, para ese entonces, ya estaba sedado de tanta adrenalina.
Violines distorsionados, pelotas de ping-pong rebotando, delays y reverbs, fades y kicks encajados en milimétrica sincronía, formando un subibaja de perfecta sinergia, que resultó en un sonido ajustado, medido, nítido, contagioso y estimulante. Un techno suficientemente oscuro y progresivo como para merecerle el título “rey del techno”, hasta igual de light y digerible como para devolverle una millonaria comercialización. Una máquina, aceitada, absorbente e intuitiva.