🔥🔥🔥EL POTRO🔥🔥🔥
🔥🔥🔥ESTRENÓ HOY 🔥🔥🔥 pic.twitter.com/Dyd4wAbi3c— Jimena Baron (@baronjimena) 4 de octubre de 2018
Rodrigo está frente al espejo con la cara desencajada. En un rato va a arrancar el camino hacia el momento de mayor éxtasis de su carrera. Pero ahora, acá, en este baño, se mira. Primero se da fuerzas a sí mismo mientras escucha voces que lo arengan. Después se pondrá molesto porque no tiene una toalla cerca. Se va a enojar hasta empezar a golpear y gritar. La adrenalina contra las paredes. Se va a quebrar. Llorará como un niño solo hasta quedar en el piso: inmóvil, frágil, rendido ante las cosas que lo atraviesan. “No sabía, no sé hasta el día de hoy, cómo hice eso”, dice Rodrigo Romero, el cordobés de 30 años que se convirtió en Rodrigo Bueno para protagonizar El Potro. Lo mejor del amor, la biopic del cantante cuartetero que revolucionó el espectáculo argentino a fines de los 90.
Hasta el último tramo del año pasado, Romero había tenido muchos trabajos –vendedor, albañil y mil changas más–, pero nunca había querido ser imitador de Rodrigo. Por su parecido físico –la cara angular, los ojos, la forma de las cejas– le propusieron, al menos tres veces de manera formal, hacer del ídolo cordobés. “Si me hubiesen ido a buscar a la puerta de casa para que hiciera la película, la respuesta habría sido no –dice Romero, que nunca había actuado ni cantado antes–. La clave estuvo en ir de a poco, en jugar”.
“Rodrigo es una persona que sabe escuchar e incorpora rápidamente lo que le decís”, dice Lorena Muñoz, la directora del film, que trabaja en documentales biográficos hace 20 años –retrató, por ejemplo, a Ada Falcón– y entró en el universo de la ficción con Gilda, no me arrepiento de este amor, su película de 2016. La combustión entre Romero y Muñoz es la que produce fuego en El Potro. Primero con el parecido entre los Rodrigos. Romero no solo tiene la misma cara que Bueno, hace los gestos idénticos, se mueve sobre el escenario con el mismo carisma y descaro de quien quiere tragarse el mundo. Eso le basta para que, al momento de las escenas que muestran la intimidad del cantante, el espectador ya esté sumergido en su universo. Cuando ves a Romero llorando, alucinado por una mujer o en medio de una pelea con su padre –o con quien sea–, ya estás convencido de que el de la pantalla es el Potro.
Muñoz supo hacer estallar a Romero. Lo convirtió en Rodrigo y le puso su cámara –su ojo– lo más cerca posible. Así construyó un relato íntimo. Metió en la misma historia lo que se conoce (al Rodrigo artista que conquistó la música popular argentina, que se volvió una figura de televisión y el hombre más deseado del país) y lo desconocido: el pibe que quería cantar en Buenos Aires, el que se enamoraba de sus mujeres, el que extrañaba a su hijo, el que se dejó cruzar el cuerpo –y la vida– por la fama.
“Me atraía mostrar lo que tenía que ver con su intimidad. Qué pasaba puertas adentro: en el camarín, en su casa, en sus historias de amor, con su hijo, con su soledad”, dice Muñoz, que tuvo su primer contacto profundo con la historia de Rodrigo en 2014, cuando dirigió un capítulo de la serie de documentales sobre ídolos populares de Canal Encuentro, Soy del pueblo. Ahí viajó a Córdoba, habló con la familia, los músicos y los amigos de Rodrigo. “A él lo atravesó la vida. Iba de manera muy impulsiva, con esa pasión que lo movía. Y creo que detrás de todo eso hay un costo. Es muy difícil dividir las cosas, y él hizo lo que pudo, como todos nosotros”.
Después de terminar en el piso, llorando ante desconocidos, Rodrigo Romero supo que iba a ser el protagonista de El Potro. Esa escena, improvisada en el baño de un casting y que no formaría parte de la película, terminó delineando su destino y el del film. Con esa intensidad bipolar se desarrolla la biopic que cuenta el ascenso, la fama, la consagración y la muerte de Rodrigo. El impulso y la compañía de su madre, primero la negativa y luego la dirección de su padre, la crisis y reinvención que lo llevó a su estado de gracia como artista.
Muchas cosas de esa historia Romero ya las conocía porque es fan de Rodrigo, a quien conoció en los camarines de un show cuando tenía 12. Esa idolatría lo llevó a cruzarse con el aviso del casting. Una noche estaba en su casa escroleando Facebook cuando vio el flyer de la búsqueda del protagonista de la película. Entonces, no sabe muy bien por qué, mandó primero unas fotos, después unos videos, luego fue a unas pruebas en persona y terminó en ese baño llorando con una cámara en la cara y dos coachs detrás dándole indicaciones para actuar.
Así Romero se convirtió en el Rodrigo Bueno de Lorena Muñoz. El protagonista de un relato a la medida de la directora. Hay planos, formas de ubicar la cámara –la lente enfocando con la luz de frente– y ritmos que denotan el toque de la realizadora de Gilda, un punto con el que parece muy difícil no trazar líneas de contacto. “Son figuras y vidas muy distintas. Da la casualidad de que yo dirijo las dos y eso hace que dialoguen –explica Muñoz–. Pero cada una tiene su universo estético y narrativo”.
Si la de Gilda es la historia romántica de una mujer que tardíamente persiguió su sueño y logró conquistarlo al punto de volverse ídolo –santa– y ejemplo para miles, la de Rodrigo es un relato intimista que va in crescendo hasta volverse frenético. La historia de un rockstar frágil que tocaba cuarteto.