El dúo australiano tiene mucho color, de eso no caben dudas. Tiene potencia, energía, eclecticismo, lujuria, libertad. Una mezcla entre algo que hizo alguna vez Mika y alguna banda como MGMT, que se queda en el medio entre lo psicodélico y lo vanguardista.
Muchos de sus componentes atractivos vienen de lo decorativo: pantallas que muestran dimensiones desconocidas, un quinteto de bailarinas vestidas con un estilo futurista repleto de flúo y tungsteno, disfraces, luces, humo. Mucho de todo.
Se presentaron por primera vez en nuestro país ayer a las 21 en un Luna Park casi repleto con unas 8 mil personas. Mucha gente sentada en sus butacas parecía haber encontrado cierta paz en la música de los isleños, que los incitaba a mover únicamente el torso.
Plumas, LEDs, plástico y trajes espaciales se asomaron al escenario para descontracturar el mar de parejas, fans vestidas como mujeres supersónicas y jóvenes que consumían cervezas, chicles, aguas y cigarrillos: algunas costumbres a veces permitidas en el Luna Park.
Los hits indudables no tardaron en asomarse con las primeros acordes de sintetizador de Walking on a Dream o We Are The People. También muchas canciones de su segundo disco (Ice On The Dune, 2013) como DNA o I’ll Be Around.
El sonido del Luna Park tiene la particularidad de acrecentar algunos efectos de guitarra y pedaleras pero hacer eco en los sonidos disco. Falta de retorno, sintetizadores exacerbados y distorsión en la voz son algunos de los efectos que terminan distrayendo al show en su enteritud.
“¿No parece Black Eyed Peas?”, le dice un adolescente a otro mientras mira el teléfono.
Luke Steele, el cantante principal, es el encargado de darle ritmo a la conexión entre el público, acompañado por el tímido guitarrista Ian Ball. También es el responsable de acelerar y mantener arriba al manto de adolescentes buscando sacudir su jueves.
“Lets have a party!” gritó Steele luego de esbozar un español traducido literalmente del inglés. “¿¡Cómo está todo con ustedes!?”
Seis cambios de atuendo tuvo el pack de bailarinas que no dejaron de iluminar el escenario y que parecían querer entretener y sacar el foco en igual proporción.
La comparación entre Steele y Ball sería inapropiada. Cumplen dos roles completamente distintos: uno es abismalmente entretenido y se concentra en exceso en mantenerse en el personaje robótico y elevado en otra frecuencia; y Ball es un músico ensimismado con ganas de tocar su guitarra, menos concentrado en aparentar, y más metido en conectar con su instrumento.
El show de luces y el humo de colores no logró aplacar la escasez absoluta de nitidez en el sonido. Una bola de graves y falta de potencia en la batería.
Las casi dos horas de recital cerraron con los taquilleros Standing On The Shore y Alive, para redondear una primera visita a Sudamérica con mucha expectativa pero mayores ganas de recordar lo viejo que analizar lo nuevo, luego de un muy exitoso primer disco. No hubo ninguna sorpresa, sino más bien una idea general de conceder un show increíblemente visual, contundente en lo escénico y quizá algo desconcentrado en un sónido ajustado y detallista.
Fotos: Gigriders