Leonard Cohen caminaba en círculos por su casa y se retorcía las manos. La música que salía de su tocadiscos llenaba el aire de preguntas. “¡No lo entiendo! –gritaba–. Es que no puedo entenderlo. ¿Por qué buscar a Jesús a estas alturas?”. El canadiense escuchaba que Bob Dylan, su reflejo en el hondo lago de los trovadores, cantaba los primeros versos de “Gotta Serve Somebody”. La canción, paradójicamente, estaba más cerca que nunca de su propia música: una producción cromada, coros femeninos y el aliento de un Dios poderoso y cambiante esparcido sobre todas las cosas. Eventualmente, Leonard Cohen se postró ante Slow Train Coming: “Pensaba que aquellas eran unas de las canciones góspel más hermosas que jamás se habían oído”.
Otra paradoja. Las epifanías son trascendentales, pero también intransferibles. El 17 de noviembre de 1978, mientras ofrecía un concierto en San Diego, un asistente del público lanzó una pequeña cruz de plata al escenario. Bob Dylan se inclinó a agarrarla y sintió un escalofrío. La escena llegó a su clímax unos días después, cuando se encerró en la habitación de un hotel de Tucson. “Jesús se apareció ante mí como rey de reyes y señor de señores –dijo–. Había una presencia en la habitación que no podía ser nadie salvo Jesús… Puso su mano sobre mí. Fue algo físico. Lo sentí. Sentí todo mi cuerpo temblar. La gloria del Señor me tiró al suelo y me recogió”.
Desestabilizado por su divorcio y el terremoto del punk, el estreno de Renaldo and Clara (la película surrealista que dirigió y protagonizó) y las críticas sobre Street Legal, Dylan venía caminando sobre aguas tempestuosas. La cruz parecía una pista. La punta de un ovillo. En enero de 1979, la actriz negra Mary Alice Artes, que además de vecina era su nueva novia, se acercó a la iglesia evangélica y neopentecostal Vineyard Fellowship. No era la primera artista que tocaba la puerta. Por esos encuentros, celebrados en las casas de los pastores o locales alquilados, ya habían pasado algunos Eagles e incluso tres miembros de la propia banda de Bob. Artes se paró ante Ken Gulliksen, el pastor luterano que había fundado la iglesia, y fue directo al grano. Quería consagrar su vida a Jesús. Su novio, agregó, atravesaba una crisis espiritual. Poco después, los pastores Larry Myers y Paul Esmond visitaron a Dylan, quien, ese mismo día, “rezó y recibió al Señor”.
Dylan, descubrieron en la iglesia, no se tomaba nada a la ligera. Durante los siguientes tres meses, asistió cinco veces por semana a los cursos de lectura bíblica y coronó la transformación con su bautismo. Luego miró a los ojos de su novia y escribió unos versos. “Ángel preciado bajo el sol, / ¿cómo iba a saber que tú serías / quien revelaría mi ceguera y mi perdición, / cuán frágiles eran los cimientos que me sostenían? / Ahora hay una guerra espiritual, / la carne y la sangre se pudren, / o tienes fe o no la tienes, / y no hay terreno neutral”. No era extraño. Para Bob Dylan todo era una canción. Incluso el Apocalipsis.
Claro que no era la primera vez que utilizaba la Biblia como combustible (revisar, por ejemplo, el material de John Wesley Harding), pero sí era la primera vez que escribía con un propósito devocional. Aun cuando el objeto de su devoción fuera un ánfora donde cabía el Dios de los cristianos o una chica. A medio camino entre la imaginería de la generación beat y las Tablas de la Ley, la imagen de ese Tren Lento encabezaba una tanda de canciones que –como no definían ese sujeto– oscilaban entre el soul o el mero góspel. Dylan, que no daba puntada sin hilo, se metió en el Muscle Schoals Studio con un productor célebre por su trabajo con artistas como Aretha Franklin o Ray Charles. Jerry Wexler, a su vez, trajo de la mano a Mark Knopfler. Las cartas estaban sobre la mesa.
El disco se publicó el 18 de agosto de 1979 y, contra todos los pronósticos, fue una suerte de hit. Trepó al puesto N° 2 en los charts de Inglaterra, alcanzó ventas de platino en los Estados Unidos y le valió a Dylan su primer Grammy como cantante masculino. Durante la gira de presentación, sin embargo, se comportó menos como una estrella del pop que como un pastor. “Jesús me dio unos golpes en el hombro y me dijo: ‘Bob, ¿por qué te resistes a mí?ʼ –soltó durante un concierto en Syracuse–. Yo dije: ‘No me estoy resistiendoʼ. Entonces me preguntó: ‘¿Vas a seguirme?ʼ. Yo respondí ‘Bueno, no lo había pensado’”.
Para febrero del año siguiente, Dylan tenía una nueva tanda de composiciones donde, según el dylanólogo Paul Williams, aquel “Dios de la justicia vengadora” giraba hacia “un Dios de la restitución y el amor”. Reunió al mismo equipo en el mismo estudio y, en solo tres días, registró las nueve canciones de Saved. La tapa era una pintura ligeramente kitsch de Tony Wright donde la mano de Jesús condescendía a tocar la mano de sus creyentes. Aunque tenía grandes momentos (“Pressing On” y la apertura con “A Satisfied Mind”), el disco no llegó a estrechar las manos del público. La crítica se abalanzó sobre su radicalización barroca y el ranking de Billboard arrojó la peor posición de un disco de Dylan en casi dos décadas.
El fin de año no trajo mejores noticias. El 8 de diciembre se produjo el asesinato de John Lennon, y Dylan, que ya había sido víctima de algunos fans obsesionados, comenzó a entrar en pánico. Su comportamiento, que siempre había oscilado entre la extravagancia y la mera misantropía, alcanzó cotas más altas de paranoia. Chuck Plotkin, el productor del tercer disco de la trilogía cristiana, lo sufrió en carne propia. Después de cinco sesiones en sus estudios, Plotkin le presentó una versión que Dylan rechazó porque su sonido pulido le remitía a los Doobie Brothers. Volvieron a grabar, removieron canciones, mezclaron todo de vuelta. Dylan devolvía casetes de saque y volea. Eventualmente llegaron a un acuerdo y Shot of Love salió a las calles en agosto de 1981.
“¿Te puedes sentar con él, charlar sobre el partido de fútbol y tomarte una cerveza y ver juntos el partido? Claro –decía Plotkin–. ¿Le importan un rábano muchas de las cosas que a los demás también parecen importarle un rábano? A veces, depende de cómo se mire, hasta cierto punto. ¿Es un tipo corriente? No. ¿Por qué quieres que lo sea?”.
A diferencia de muchos de sus colegas, Dylan tenía algo claro. No quería ingresar dócilmente en la meseta de los clásicos adocenados. No quería adult oriented rock. Quería seguir en la discusión. De modo que recibió a regañadientes su inducción al Salón de la Fama del Rock & Roll y, cuando ya nadie lo esperaba, reapareció con un saco arremangado en el prime time de MTV. Con la Biblia en el cajón de la mesa de luz: exactamente en el medio de los 80.