A comienzos del siglo pasado, el tango tradujo en canciones la preponderancia porteña de un país que se decía federal –sin tener en cuenta que sus líricas fueron una extensión pública del patriarcado y el machismo de la época–; en los 60 y 70, el primigenio rock nacional fue la válvula de escape para los conflictos sociales; años más tarde, los Redondos y Soda Stereo empezaron a marcar con sus búsquedas artísticas un país en estado de división –de pueblo y chetos, de ricos y pobres–; y a finales de los 90, el rock barrial se convirtió en la expresión mainstream del descontento generalizado ante las esquirlas de un menemismo en estado de defunción. La cumbia villera, por su lado, surgió en la frontera del nuevo milenio como la música de los sectores marginales, los olvidados. La que nació en el conurbano bonaerense, el territorio más atomizado de un país inmenso: una porción de tierras en las que se amontonan familias entre monoblocks y construcciones precarias. “Al ser un referente del 2001, la cumbia villera trascendió –dice Traiko Piuner, cantante y creador de Meta Guacha–. Se hizo un movimiento cultural, marcó una etapa que va a quedar en la historia de la música argentina”.
La cumbia villera armó un relato –real, polémico y empático– que enmarcó con un sonido que no le debe nada a nadie. Porque hasta que se volvió un ente viviente, nada sonaba así: teclados sintetizados en primer plano, el octapad haciendo retumbar el groove, el güiro como un instrumento con identidad propia. Podrá discutirse la ligazón que la cumbia villera tiene con la cumbia sonidera mexicana, pero son los mexicanos los que llaman cumbia argentina a la villera. Es cierto que Pablo Lescano, el creador y máximo referente del género, se ha embebido de cumbia colombiana desde pequeño –de hecho, varios de sus hits provienen de canciones de esa tierra–, pero una influencia no define un estilo.
Otro punto que hace de la cumbia villera el último fenómeno musical argentino es su masividad. Desde su visualización hasta la actualidad, pasando por su período en sombras –en el que cayó como consecuencia de su desmesurado y rupturista advenimiento–, captó una masa de público tan grande como la población del conurbano. Sin shows en estadios, con pasadas rápidas por bailes inundados en cerveza y transpiración. De a cinco shows por noche sold out. Hay confirmaciones esporádicas y más visibles –algún Luna Park, un Teatro Gran Rex–, pero que no representan hechos significativos. Y esa cantidad de público, además de su calidad, porque se trata de multitudes fieles y devotas –a las que podría achacárseles la falta de mirada crítica–, no ha sucedido con otros estilos de cumbia: la villera es la más convocante y empática; por ende, la que mejor entiende su mundo.
Tras las huellas
Esto empezó antes de que la cumbia fuera cumbia. En un tiempo en el que, probablemente, el término “villero” tampoco existía. Varios autores de rigor académico (Sergio Pujol, Alejandra Cragnolini, Marta Flores) han encarado la tarea de rastrear los orígenes de la cumbia en el país. Más allá de algunas opiniones encontradas, pueden trazarse momentos y hechos puntuales que ayudan a poner un punto cero a la cumbia argenta.
Hay que remontarse a los años 60 para buscar un origen. De ascendencia colombiana, la cumbia comenzó a ganar notoriedad en el país de la mano de Los Wawancó y El Cuarteto Imperial. Al mismo tiempo, las orquestas del momento, encargadas de amenizar reuniones y eventos, fueron pasando de la interpretación de chamamé –la música por excelencia en las celebraciones medioclasistas, llevada del interior del país a Buenos Aires por los inmigrantes internos de las provincias– a la música tropical.
Anclado en el tiempo, la disyuntiva surge respecto a qué grupo social fue el que fortaleció el desarrollo del género. Algunos autores afirman que las clases altas “usaban” la cumbia para sus celebraciones y que luego se fue trasladando a los sectores populares. Otros, en cambio, dicen que la cumbia desde siempre fue “la música de la clase obrera”. Buscando un sostén empírico para las argumentaciones teóricas, hay registros fotográficos de Los Wawancó en eventos de la élite. Por ende, se deduce que la cumbia nació cheta y se hizo popular. Pero hay algo claro: siempre fue materia de los jóvenes. Nació en sectores privilegiados y luego se hizo popular –como hasta el día de hoy, donde ese grupo representa su mayor público– y fue desplazando el consumo del folklore y el bolero en las fiestas.
Tras los 70, un período negro del que no hay registros ni investigaciones ni nada, nace la “movida tropical” en los 80. Situados en la provincia de Buenos Aires, la cumbia y el cuarteto comienzan a edificar un movimiento que llevaría a la creación de las bailantas. En esos lugares, los grupos se desarrollaron y concibieron su propio mundo, un espacio –una vez más– por fuera de los circuitos tradicionales.
La cumbia inventó sus modos de consumo, que devinieron en su big bang en los 90. Con la fiebre psicodélica del uno a uno menemista, los locales bailables de cumbia superaron los 50 en Capital y el Conurbano. Se cree que vendían alrededor de 200.000 entradas por mes, a cuatro pesos cada una. Ese clima propició la creación de grupos en serie. Bandas de trajes coloridos, brillos y zapatos aparecían como salidas de una picadora de carne. Todas iguales, todas con ese sonido de guitarra apta al movimiento y al romanticismo mientras se cantaba de amor. De Los Palmeras a Ráfaga, los 90 fueron la revolución industrial de la cumbia argentina.
Hablemos de frente
Y un día llegó la cumbia villera. Con ella vino, también, el quiebre: el de la movida tropical y la música nacional. “Marcamos un momento de la música de este país”, cree Traiko. Un grupo de pibes cerca de los 20 años que venían a poner en primer plano un sonido, una manera de pensar y decir, y una estética nunca vistos.
Eran pibes pobres –ellos no hablaban de bajos recursos ni usaban términos académicos para ablandar lo que eran y les pasaba– que, en su mayoría, poco sabían de música más que bailarla e imitarla. Pibes creando un estilo, un subgénero que iba a trascender sus propios límites. Eran adultos jóvenes, cuando no adolescentes tardíos, cacheteando a un mundo que los miraba con desprecio o directamente no los miraba. Guachos a los que no les cabía una. La historia oficial cuenta que un tal Pablo Lescano, un tecladista de 18 años de segunda escala en Amar Azul –el grupo de cumbia romántica–, había empezado a componer algunas canciones enmarcadas en la temática de la banda (el hit de Lescano ahí fue Me enamoré), pero sintió la necesidad de escribir los temas que quería sin que nadie le dijera “este sí” o “este no”, entonces armó Flor de Piedra. En 1999, con ese proyecto editó La vanda más loca, que dio nacimiento a la cumbia villera.
Stop. Varios grupos considerados dentro de la cumbia villera –Guachín y Pala Ancha, por ejemplo– tienen composiciones y registros que datan de antes del 99. Otro hecho para tener en cuenta es que la denominación “cumbia villera” queda establecida en el año 2000 cuando Yerba Brava titula así su disco. De acá viene la discusión madre: ¿es Pablo Lescano el creador del género? Para llegar a uno de los tantos “nacimientos” de la cumbia villera hay que ir hasta el año 2000.
Lescano tuvo un accidente en moto. Se fracturó las dos piernas y permaneció en una cama ortopédica durante meses. Ahí compuso el primer disco de Damas Gratis, Para los pibes. En esa cama se animó a ser el intérprete de sus canciones, creó el grupo que definiría el resto de su vida y cambió la ecuación de la música argentina. Todo esto, claro, sin saberlo. Lescano supo ver lo que hasta ese momento nadie había visto. Si a las bailantas iban los pobres, “los negros”, ¿por qué no hacer canciones sobre las cosas que les pasaban? Entonces inauguró una lírica que hablaba de drogas, de choreos, de sexo sucio.
Expansión villera
Lo que vino después fue la explosión, el desarrollo, la censura y la recodificación del género. Detrás de Damas Gratis surgió una camada de bandas con la misma búsqueda. Como había pasado en los 90, los grupos se empezaron a clonar. La cumbia villera se apoderó de la movida tropical y, también, de los medios. A diferencia de lo ocurrido antes, cuando la cumbia se fundió con el jet set argentino, acá fue tomada como materia de análisis sociocultural por canales de televisión acostumbrados a indagar sobre los amores de Susana Giménez y los almuerzos de Mirtha Legrand. De un día para otro, los panelistas de la tevé de aire se convirtieron en (pseudo) sociólogos.
Mientras un país crucificaba un fenómeno musical vía televisión abierta, la cumbia villera explotaba. Al mismo tiempo, comenzaba a reconfigurarse por primera vez. Bandas como Supermerk2, Repiola y Altos Cumbieros –todos algunos años menores que los miembros de DG, Pibes Chorros, Meta Guacha, Los Gedes y Mala Fama, por ejemplo– mostraban una beta aún más trash. Pibes vestidos con camisetas de fútbol varios talles más grandes, pantalones anchos y zapatillas espaciales –la expresión criolla e inconsciente del hip hop– con actitudes desafiantes, letras aún más violentas y crudas. Si en sus inicios la cumbia villera cantó lo que le pasaba, luego se mostró orgullosa y provocativa de su realidad, una realidad que no pretendía cambiar.
Entonces, cuando la cumbia villera se convirtió en el monstruo musical argentino, un reflejo impecable del país que la contenía, los vigilantes de la moral y las buenas costumbres vinieron a ponerle un cepo. A mediados del 2002, el Comité Federal de Radiodifusión (Comfer) emitió un comunicado que prohibía su difusión, argumentando: “Las letras hacen alusión directa y explícita a hechos de violencia, que en algunos casos se refieren a menoscabar o enfrentar a la autoridad policial, también mencionan el consumo excesivo de bebidas alcohólicas, asociándolas con un estado de bienestar, o de sustancias tóxicas, vinculándolas con lo placentero o lo positivo…”.
Desde ahí, la cumbia villera tuvo que reinventarse. Buscar nuevos modos de difusión y otros lugares (las bailantas les cerraban las puertas). En ese marco, varios grupos rediseñaron su estilo. Algo de cumbia villera y algo de cumbia romántica hicieron el Frankenstein llamado “cumbia base”. July Ontiveros, cantante y fundador de Los Turros, recuerda que “salieron un montón de grupos a hacer remixes, a ponerse a bailar, y la cumbia villera quedó afuera”. Si bien en la interna del ambiente es marcada la diferencia entre la cumbia villera y la base, en ella está el punto de inflexión entre la “vieja” y la “nueva escuela”. Mientras que la opción uno corresponde a los fundadores del género, la segunda es de los jóvenes que crecieron escuchando a estos primeros y hoy inventaron su propia cumbia villera. Los Turros, El Judas, La Liga y Rocío Quiroz son algunos de los grupos que le dieron refresh al género.
“El estilo va cambiando”, dice Pablo Serantoni, productor de Pasión, el programa emblema de la movida tropical argentina. “Sin ir más lejos, hasta Lescano mismo ha cambiado –sigue uno de los empresarios más importantes del ambiente–. Pero siempre es cumbia”. Ahora la nueva cumbia villera suena más bolichera y urbana. El octapad ha ganado lugar haciendo retumbar todo como en una pista de baile permanente. Ahora las letras hablan más de noches y esquinas, de amores guarros y “avivadas”. Podría decirse, quizás, que se ablandó. O que se adaptó a su contexto y no deja de ser el reflejo de su país, uno que ha cambiado desde aquel comienzo de siglo.
La cumbia villera es la cumbia argentina. Lo ha sido desde su nacimiento y lo es hoy con su reconfiguración. Es la cumbia que se creó y se definió a sí misma, la que estableció sus propias reglas e inventó su mundo. La que nació en una cama de San Fernando. La que le mostró a un país –y sobre todo a un grupo de gente que quería tapar el sol con la mano– lo que era. La que lo expuso. La que fue contra la censura y los atentados que los biempensantes le plantaron. La que resistió y renació. La que fue de gueto, se expandió y se volvió de culto.