¿Nunca te miró un ganso de frente? Durante el invierno de 1973, Edelmiro Molinari, Rinaldo Rafanelli, Oscar Moro y el fotógrafo José Luis Perotta tomaron una lancha en los mercados del Tigre y se lanzaron a navegar por el delta. Aunque llevaban los cabellos muy largos y vestían ropas de segunda mano, nadie los vio desembarcar en la unánime tarde. Excepto un ganso. “Yo amo a los animales –dice Edelmiro–. Así que apareció el ganso, lo miré y el tipo me miró. Me acerqué para acariciarlo y no me tenía ningún miedo. Se dejó agarrar, lo levanté y le empecé a acariciar las plumas, que es lo mejor del mundo. Tienen un olor tan lindo, tan salvaje y lindo. José Luis se voló: prendió unas bengalas para embarcaciones y agarró su cámara Hasselblad”. La combinación (el humo rosado, el blanco del ave, un ramo de flores silvestres, sacos y pañuelos) daba como resultado una tonalidad extraordinaria. La llamaban, por entonces, Color Humano.
Si bien debutaron oficialmente el 18 de abril de 1972 en el Teatro Atlantic, la génesis de Color Humano se remonta hacia la diáspora de Almendra. Edelmiro había tocado un tiempo más con Pomo y Spinetta en Tórax, y, tras la experiencia de El Huevo (Tórax más Carlos Cutaia y Miguel Abuelo), se había largado a buscar la horma de su zapato. Iluminado por la Jimi Hendrix Experience, comenzó a combinar piezas para armar su propio trío. Primero le dio forma al insólito Pistola –con Claudio Gabis y Pappo– y luego, bajo el nombre de Viento, reclutó y descartó músicos como Miguelito Fender, Vitico y Luis Gambolini. Finalmente, encontró su verdadero aliado en un bajista de nombre caricaturesco: Rinaldo Rafanelli.
“El concepto musical me lo fui enterando desde el primer día, apenas me pasó los primeros tres temas –dice Rafanelli–. Me fui a mi casa con la cabeza detonada. Todos los cortes, cambios de ritmo, riffs… Lo primero que me pasó fue ‘Larga vida al sol’ y, cuando llegó a la parte del arreglo, me dije: ‘Este es un marciano’. ¡Yo tocaba blues y rock! Esa vez también me pasó ‘Humberto’ y una serie de arreglos que no eran una canción, que me volví loco para sacarlos, y después se terminaron llamando ‘Introducción polenta’”.
No había tiempo que perder. Aunque aún no tenían baterista, Edelmiro contaba con los equipos que Jorge Pistocchi había comprado para la malograda ópera de Almendra y ya había cerrado una fecha en los estudios Phonal. Registró una pieza acústica y devocional junto a Gabriela –la primera dama del rock argentino y, en esos días, su compañera–, y, para salvar las ropas, convocó a Rodolfo García en “Sílbame, oh cabeza”. No daba para más: ya era tiempo de conseguir un baterista estable. “Yo soy un baterista frustrado, y Color Humano tenía una Ludwig de doble bombo disponible para mí –dice David Lebón–. Rinaldo me propuso para ocupar el puesto, y yo estaba enloquecido”.
Así, mientras la revista Pelo fogueaba su prestigio como “fantasmas” (un grupo que se hacía ver poco y nada), Color Humano terminaba de redondear su álbum debut: uno de los discos más incivilizados del rock argentino. Un mural rupestre donde, sin ninguna contradicción, se comulgaba el plano espiritual con los placeres de la tierra. No era casual. Edelmiro ya era un fervoroso lector de Krishnamurti y, aunque llevaba la estética de su época, Color Humano invocaba el amanecer del hombre. Fue la danza que bailó antes de construir su primera iglesia, en el preciso momento en el que un indicio (¿el padre sol? ¿la madre sal?) lo lanzó hacia el vértigo de una divinidad.
La música que drenó, esa lava lenta y eléctrica, no cuadraba en ninguna etiqueta. “Color Humano estaba haciendo lo que después se llamaría ʽpsicodelia pesadaʼ –dice Claudio Kleiman–. Hizo falta que surgieran algunos grupos del grunge que reivindicaban las partes extensas de guitarra distorsionada (Pearl Jam, Soundgarden) y, muy especialmente, el stoner rock. El stoner era una evolución de la parte más pesada y volada de Hendrix, que Edelmiro ya había interpretado a su manera. Lo mismo con las letras y la manera de cantar, porque Edelmiro tenía una personalidad que no se adecuaba a lo que en ese momento se entendía como un ‘buen cantante’. Hizo falta que pasara el tiempo para que surgiera una generación de fans de Color Humano, para que aparecieran tipos que reivindicaran su legado como La Renga o Carca”.
Eran tiempos convulsos. En la escalada de la violencia institucional y la radicalización política, el rock argentino asistía a su primavera. Los unos ponían proa hacia el exilio interno, y los otros endurecían su vara de metal. Pedro y Pablo celebraba la liturgia de “El bolsón de los cerros”, La Pesada cantaba el “Blues del terror azul” y Pescado Rabioso abría su cadena de ADN. No sin culpa, Lebón hizo su silencioso trasbordo hacia la banda de Spinetta. “A Edelmiro lo requiero y a Rino también, pero en un momento se me hizo complicado –dice Lebón–. Tengo que ser sincero: me di cuenta de que no estaba tocando lo que me gustaba. Aparte Edelmiro me pedía que hiciera golpes y cosas que eran para maquinita, y en esa época ni siquiera había maquinitas. Tengo unos recuerdos hermosos y les agradezco que me hayan dado esa oportunidad, pero tenía ganas de irme a tocar lo que yo sabía tocar: el bajo o la guitarra”.
Palabras más, palabras menos, para la primavera de 1972 Color Humano se había quedado otra vez sin baterista, con una pila de temas nuevos y algunos compromisos como la tercera entrega del BA Rock. Tímidamente, Edelmiro y Rinaldo procuraron seducir a Oscar Moro. “Primero fue animarse a llamarlo, porque estaba tocando con Litto y nosotros lo escuchábamos desde chicos –confiesa Edelmiro–. Tenía mucha experiencia y era un tipo divino. Un salvaje natural en la batería. Lo llamé y encajamos perfecto. Aun si lo escuchás hoy, Moro tiene una intuición y una fuerza tremendas. No sabía una nota de música, pero era arrollador. Ahí tuvimos realmente un grupo mortal. Volábamos psicodélicamente y rockeábamos. A nosotros nos gustaba construir climas, y en ese aspecto nos llevamos perfecto. Esa búsqueda era esencial en una composición, porque yo no quería largarme a cantar así nomás. Nos gustaba la investigación, tirarnos juntos a la pileta. Y el público de Color Humano era muy abierto: iba a los recitales a esperar lo inesperado”.
Como muestra la película Rock hasta que se ponga el sol, donde tocan “Larga vida al sol” y hacen su playback de “Cosas rústicas” en los parques de Argentina Sono Films, el enroque fue un cambio sensible. El ingreso de Moro aportó contundencia y, a nivel visual, cerró el cuadro que mostraron en sus conciertos. “Por empezar, eran tipos grandotes vestidos de una manera muy hipposa –apunta Kleiman–. Rinaldo y Moro con su look afro, Edelmiro con los pelos tan largos. En vivo, Color Humano era impactante”. Las célebres ilustraciones de Oscar Cervera sublimaron esa imagen. Tres hombres descalzos y de aspecto negligente que, considerando el gorrión posado sobre el dedo índice del líder, llevaban mucho tiempo sentados en el pasto. Petrificados en su eternidad como animales, como dioses o como piedras.
El 29 de marzo de 1973 ingresaron los estudios Phonalex –en el ínterin, Phonal se había fusionado con los laboratorios Alex– con Norberto Orliac como técnico de grabación y material suficiente para un disco doble. La magnitud de la empresa demandó una gran concentración y la ayuda de varios amigos. Alicia Varady cantó en “Hace casi dos mil años”, Jorge Cutello sumó una flauta traversa en “Vestidos de agua” y Egle Martín aportó percusiones varias en “Sangre del sol” y “A través de los inviernos”, que originalmente fueron grabadas como una sola pieza. “Tanto en los ensayos como en las grabaciones laburábamos de una manera muy profesional, muy atentos todo el tiempo –recuerda Rafanelli–. Parece una obviedad, pero para nosotros la música era fundamental. Como las tomas eran complicadas, no boludeábamos mucho”.
La grabación concluyó el 1º de junio, y el grupo, que ya estaba decidido a editar un disco doble, se topó con el frío de los números. El sello Microfón desplegó sus razones presupuestarias e hizo una contrapropuesta: dos long plays unificados por el arte gráfico y separados por dos meses. Edelmiro aceptó las condiciones y, como sucedería unas semanas más tarde con Artaud, la banda presentó Color humano 2 un domingo por la mañana en el teatro Ópera.
Menos indescifrable que el debut, el disco tenía algunas referencias más evidentes. La introducción de “Humanoides”, única composición de Rafanelli, estaba sostenida en ese mismo intervalo de cuarta aumentada y descendente donde Black Sabbath bebió el ABC de su obra. La guitarra del “Blues para Adelina” incluso podía sonar enciclopédica, pero mayormente los motivos eran libres, los pájaros se volaban y el grupo partía con rumbo incierto junto a la bandada migratoria. “Edelmiro creó su propio universo melódico, armónico, letrístico y obviamente guitarrístico… y es un vocabulario único –dice Carca–. Justamente eso es lo más importante para un artista, tener su sello. Haber dado con la mejor versión de sí mismo. No evolucioné dentro de esa música porque entendí que era suya, aunque he coqueteado con mis ídolos. Al principio siempre quisimos ser alguien que no éramos, pero después enganchamos nuestra propia música, nuestra propia melodía. Edelmiro la enganchó, y fue muy audaz”.
Durante los 60 días de gracia, se produjo la crisis del petróleo, y como resultado, todos sus productos derivados –entre ellos, el vinilo– comenzaron a escasear. El imprevisto provocó la demora en la salida de Color humano 3, y aquellos dos conciertos que el grupo tenía pensado ofrecer en el teatro Astral para celebrar la edición tuvieron un sabor agridulce. Apenas se abrió el telón, centenares de globos cayeron en la platea y los haces de luz se refractaron sobre las tiras de papel metalizado que colgaban desde el techo, pero no era precisamente una fiesta. Los desgastes habían mellado la integridad del trío y, para entonces, Edelmiro y Rinaldo prácticamente no se hablaban.
En el verano de 1974, mientras regresaban de una infructuosa gira por la costa, prendieron la radio y empezó a sonar “Hombre de las cumbres”. La guitarra de 12 cuerdas, el solo con la cinta invertida y su letra profética: “Hombre de las cumbres / ven al sur / la casa del poder está temblando”. Ya era tarde para todo. La Triple A había desatado su coto de caza y, en el medio de una ruta bonaerense, sin cruzar palabra alguna y con la banda escindida, los miembros de Color Humano no solo se enteraban de que su último disco ya estaba en la calle, sino también de que sería su testamento musical involuntario. Vaya momento.
“En realidad, no hubo disolución –aclara Edelmiro–. Lo que pasó fue que me picó el bicho de viajar a los Estados Unidos y empecé a escuchar a la Mahavishnu Orquestra. Así que, antes de irme, me entré a afilar con la idea de leer música, escribir arreglos y hacer un par de presentaciones en esa dirección. Me quise abrir del concepto de Color Humano como trío, me quise sacar esa marca de la frente. Color Humano, en realidad, es el nombre que refleja mis experiencias junto a los músicos con los que me voy rodeando. Existe en mí. Es lo más cerca que conozco de mí mismo”.
Esas palabras, programáticas y de orden metafísico, suenan exactamente como la verdad. Como su verdad. La música de Color Humano no empieza ni termina. En todo caso el oyente se va o deja de escuchar, pero el hombre nunca deja de emitir su oración. Los reclamos y las gracias son primales, pero la retórica no es tan sencilla: un rock vaporoso, hondo y pesado como las patas del elefante. Una criatura antediluviana liberada en el interregno camporista: el verdadero misterio del rock argentino. ¿O acaso nunca te miró Edelmiro Molinari de frente?