«Yo vivía como si fuera uno de los hijos de Michael Jackson, no me ponían caretas como a ellos, pero más o menos”, dice Benito Cerati sentado en un extremo de un sillón verde azulado en el living de su departamento, en Belgrano. Lleva puesta una remera blanca –con dibujos de números negros–, jean y zapatillas del mismo color. “Había mucha sobreprotección por parte de mis viejos, igual puede ser que yo la haya hecho más grande de lo que era. Me costaba un montón tomar decisiones”, cuenta mientras se corre el flequillo ondulado que le tapa los ojos. Benito habla de esa etapa que vivió con sus padres –el músico Gustavo Cerati y la DJ, fotógrafa y modelo chilena Cecilia Amenábar– como algo que dejó en el pasado y que no quiere volver a repetir.
Sus ojos verdes tienen un tono más gris esta tarde de domingo de septiembre. Se lo nota cansado, con ojeras y serio, un rasgo que no es habitual en él. “Estoy con una molestia tremenda en la espalda”, dice. Dos viernes atrás, se despertó de la siesta con un dolor en esa parte de su cuerpo que no lo dejó moverse, y se asustó. “El médico me dijo que es un pinzamiento, algo así, por nervios, estrés”. Benito tiene su cabeza ocupada en el viaje de una semana a Canadá que hará con su tía Laura y su hermana Lisa –en el marco del armado de Sép7imo día, el nuevo show de Cirque du Soleil inspirado en Soda Stereo que se estrenará el año que viene en el Luna Park–, los preparativos de la mudanza a su nuevo hogar y la grabación de los videoclips de Reencarnar y El final de una relación normal. Son los dos cortes de difusión de Alien Head, su segundo disco de estudio que saldrá a fin de mes. A raíz de todas estas cosas que lo ponen ansioso, subió de peso y le salieron granos en la cara y en el cuello. “Yo soy muy de somatizar, y son un montón de cosas que me tienen como loco”, explica mientras se agarra la cara con las dos manos.
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Es el mediodía de un jueves frío y soleado, un mes antes de la charla en su departamento, y Benito almuerza una ensalada César en un restaurante de comida natural en Belgrano al que suele ir con su familia. “Me divierto diciendo cosas distintas cada vez –cuenta sobre dar entrevistas, y se ríe–. También es un momento de reflexión para uno mismo”.
Benito Cerati es flaco, tiene brazos y piernas largas –supera el metro ochenta de estatura–, nariz fina y ojos que parecen hechos de cristal. Posee una gran gestualidad de movimientos, algo torpes y genuinos, y lleva el pelo teñido de rubio platinado, un look que recuerda a Kurt Cobain. “Lo tuve muy presente cuando pensé a dónde quería ir con el nuevo disco, que es un poco más roquero. Un tipo que salía de su casa como estaba vestido y tocaba así”, dice. Le encantan las pastas, el asado, esquiar y David Bowie. No puede viajar sin escuchar música. “Soy capaz de decir ‘OK, no salgo’”. Es sereno, amable y no tiene problemas en reírse de sí mismo. “Es alguien demasiado especial –dice su hermana Lisa–. Quizás por su sensibilidad. No tiene prejuicios de ningún tipo y siempre busca la armonía”.
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Nació el 26 de noviembre de 1993 en Santiago de Chile, pero antes de dar el primer aliento afuera de la panza de su madre, ya tenía parte de su destino vinculado a la música cuando su padre usó la grabación de los latidos de su corazón al final de Te llevo para que me lleves, el corte de difusión de Amor amarillo, su debut solista que había editado ese mismo año. Pero el primer recuerdo musical que Benito menciona es otro. Vivía con sus padres en un departamento en Núñez, cuando a los cuatro años recibió un cassette que de un lado tenía I am the Walrus, de los Beatles, y Wonderwall, de Oasis; y del otro Free to Decide, de los Cranberries, y Shiny Happy People, de R.E.M. “Me lo grabó mi viejo para que empezara a escuchar música de chiquito, y funcionó. Al día de hoy recuerdo ese momento”, dice.
La música siempre fue su juguete preferido, el muñeco articulado que llevaba a todos lados y la pelota de fútbol que nunca se cansaba de patear. Empezó divirtiéndose con los botones de una máquina de ritmos Roland 303 que le regaló su padre, con la que se pasaba horas en la sala de juegos de su casa. “Con mi papá nos divertía mucho escuchar a escondidas las cosas que hacía, porque inventaba unas frases y melodías increíbles”, recuerda Lisa. En la fiesta de su sexto cumpleaños, Benito terminó tocando delante de su familia y de sus compañeros de jardín, y parte de la grabación de esa presentación se transformó en Cohete, un disco que solo llegó a oídos de familiares y amigos cercanos.
A los ocho, Benito quería maquillarse como Bowie. Le pidió ayuda a su madre, que quedó descolocada. Era un domingo de 2002 y estaban en el camarín de Experiment, un club de Buenos Aires. Ella organizaba el ciclo Tardestandar de música alternativa, y esa noche iba a ser el debut de Benito frente a personas fuera del círculo familiar y de sus compañeros de escuela. “Practiqué dos meses las canciones, tocaba las máquinas y cantaba –cuenta Benito–. Esperá, te voy a mostrar algo”. Saca un cuaderno azul con dibujos de El principito en su tapa y pasa las páginas, hasta que se detiene en una. “Esta es la letra de mi viejo, me anotó todas las canciones del show. Me ayudaba y se divertía muchísimo con lo nervioso que yo me ponía”.
Para que siguiera desarrollando su capacidad musical, sus padres lo mandaron a clases de guitarra con Fabio Pastrello, de Los Brujos, pero Benito lo sentía como una obligación. “Era un mandato familiar, algunos quieren que su hijo sea abogado, mis padres querían que yo fuera músico”, explica. Tres años más tarde, su padre le preguntó qué quería ser cuando fuera grande, y él respondió “antropólogo”. “No quería ser músico, pero esa idea me duró solo dos años”.
Desde jardín hasta sexto grado, Benito fue al Florida Day School, un colegio bilingüe de clase alta en Vicente López. Hizo séptimo en la Escuela del Sol, en Belgrano, y el secundario en una Waldorf, un sistema educativo que utiliza métodos alternativos. A pesar de que la música lo apasionaba, nunca se destacó en esa materia. “No me gustaba agarrar la guitarra y ser el chico fogón –dice, y se ríe–. Yo me quedaba al lado mirando cómo tocaban los demás. Tenía un gusto musical diferente”. La clase en la que mejor le iba era Química, donde obtenía nueves sin esforzarse demasiado.
A los 15 formó su primera banda, Paréntesis. Empezaron tocando covers de Oasis y Coldplay, y a causa de sus influencias, pasaron a hacer temas de The Verve, M83, Scissor Sisters y hasta Katy Perry. Cuando llegó el momento de componer canciones propias, Benito se dio cuenta de que las ideas que tenía en la cabeza eran muy diferentes a las de sus compañeros, por lo que eligió seguir solo y concentrarse en componer melodías que por un tiempo solamente compartió con su familia. Entre esos proyectos, recuerda un disco homenaje a Michael Jackson que hizo con su hermana y su padre. “Ver a mi viejo trabajar en algo nuestro me dio mucha experiencia. No dejaba de ser un experimento, pero él estaba muy metido. Se lo llevó cuando hizo su última gira. Lo íbamos a sacar a su regreso”, dice.
Gustavo siempre quiso trabajar con Benito. Cuando estaba escribiendo las letras de Ahí vamos (2006), le pidió que escuchara las canciones y anotara lo que se le pasaba por la cabeza. “Yo no encontraba sentido a lo que escribía, pero él habrá visto algo, no sé”, afirma Benito. Su padre tomó “es crecer” de todas esas palabras y le agregó “poder decir adiós” para su tema Adiós. “Derribo el mito de que toda la frase fue mía. Tenía 12 años, era un nene”. Pero pocos saben que Benito sí fue el autor de la frase “fuerza natural”. Gustavo le pasó el tema, que por entonces se iba a llamar Fiesta, y en la grabación tenía balbuceado el momento que después terminó dándole el título al famoso disco. “Uh, queda rebién”, dijo cuando leyó lo que había escrito su hijo para esa parte de la canción que recibió ese nombre.
El 15 de mayo de 2010, después de dar el show de cierre de su tour Fuerza Natural en Caracas, Venezuela, Gustavo Cerati sufrió un ACV que lo dejó en estado de coma por más de cuatro años. “Con mi familia caímos de a poco, era algo raro que estuviera y no estuviera a la vez. Fue muy fuerte para mí digerirlo y comprender lo que estaba pasando –confiesa Benito–. Todos los días había un sentimiento de pérdida bastante desgastante”. En medio de esa situación, Benito trabajó dos años en Blank Tiger, su primer proyecto solista que mutó en Zero Kill, seudónimo con el que publicó Trip Tour (2013), su álbum debut. Además, quedó libre mientras cursaba el último año del secundario. “Faltaba mucho por razones obvias, y tuve que volver a dar todas las materias. No sé cómo hice para darlas bien, fue magia”.
Benito estaba muy metido dentro de su círculo familiar y prefería estar solo en vez de pasar tiempo con sus compañeros, con los que no había logrado conectar. “Estaba viviendo una situación única y sentía que no tenía las herramientas para entrar a donde estaban ellos –explica–. Pero creo que en esa etapa tampoco era realmente yo”. Su mayor distracción era guionar las obras que hacían en teatro, algo que lo volvía el centro de atención. “Eran un boom, todos actuaban y se divertían mucho”.
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El 4 de septiembre de 2014, Gustavo Cerati falleció a causa de un paro respiratorio en la clínica ALCLA de Buenos Aires. “Esa realidad dura me sirvió mucho para hacerme más fuerte. Me dije ‘¿Qué más puede pasar ahora?’. Después de que pude procesar todo, mi vida empezó a cambiar para mejor. Mi papá daba amor todo el tiempo, siempre me llevé muy bien con él. Fue excepcional en muchos sentidos, por lo que es lógico que tenga tanta gente que valore lo que hizo. Era un tipo genial, y yo lo recuerdo así”.
La nueva vida de Benito Cerati empezó a tomar forma a principios de 2015, cuando después de dos años decidió dejar la carrera de Antropología en la UBA –se había anotado en busca de algo diferente que lo complementara y más contacto con el mundo exterior– para dedicarse por completo a la música. “A partir de la facultad empecé a tener una vida más mía, se me abrió la cabeza”, dice. Pero eso solo era el principio de algo que comenzaba a gestarse dentro de él. Puso en stand by por dos meses su proyecto musical Zero Kill, desechó los temas que venía tocando y se tomó un tiempo para volver a componer.
Cuando terminó, se juntó a ensayar las nuevas canciones con Alfredo García Tau, el guitarrista con el que ya venía trabajando y quien le presentó a Pedro Bulgakov –el baterista de Diego Frenkel y Diosque–, que se terminó uniendo a los ensayos. En diciembre, Benito le llevó los temas a Tweety González, productor de su primer disco, Trip Tour (2013), y se metieron en el estudio. “Beni es un artista muy completo, un buceador musical que, sin tener un dominio total de ningún instrumento, inventa paisajes sonoros muy complejos –dice Tweety–. Es meticuloso y relajado a la vez”.
Benito se encargó de los teclados con Tweety y sumó a su equipo al bajista Fernando Nale y a Alejandro “Oaki” Castellani –exbaterista de su banda–, y a mitad de todo el proceso llamó a Dana Bell, que se había alejado del grupo por temas personales, para grabar dos bajos que iban a ser programados. Ella aceptó y terminó formando parte de la banda estable que lo acompaña junto a García Tau y Bulgakov. “Es una máquina de componer que se reinventa todo el tiempo. No da el brazo a torcer con respecto a su música, sabe muy bien lo que quiere”, dice Bell. La grabación se realizó entre diciembre y mayo en El Pie Recording Studios bajo la dirección de Mariano López –ingeniero de sonido de Virus, Spinetta, Soda Stereo, Fito Páez, entre otros–, y la masterización estuvo a cargo de Andrés Mayo –Charly García, Andrés Calamaro, Pedro Aznar–.
Todo ese trabajo se concretó en Alien Head, un disco que trata temas como el desamor, la pérdida y los altibajos de ser una persona conocida. “En mi trabajo anterior todavía no había vivido relaciones serias con nadie y no tenía mucho de qué hablar. Ahora es distinto”, cuenta Benito, que en el medio de los dos discos estuvo de novio por un año y perdió a su abuela materna. “Cuando estoy mal voy a escribir, es una manera de liberarme. En algún momento, las cosas salen; mucha de la pena que tuve la volqué ahí. Hay canciones que son un aullido emocional”, dice. “Todos quieren venir a verte/ Pero nadie puede entenderte”, se escucha en el coro góspel de 22164, el noveno track que cierra su flamante álbum. “Es el más emotivo y habla bastante de la pérdida. También de la gente conocida cuyo público la sigue en cada show, pero quizás no se detiene a pensar que ese tipo sigue siendo una persona cuando baja del escenario”.
La madurez personal de Benito estuvo acompañada por una evolución a nivel profesional. Se metió de lleno en la producción junto a Tweety, controló con rigurosidad cada detalle y que todo quedara prolijo. Eso se ve reflejado en Alien Head, un álbum menos experimental que su antecesor, con letras directas y melodías más crudas y concisas. “Suena actual y futurista a la vez –afirma Tweety–. Ganó un poder de síntesis muy bueno, además de que creció un montón como cantante”. “Los discos marcan claramente dos etapas de su vida muy diferentes –dice Bell–. Pasaron cuatro años entre uno y otro, y hubo un gran crecimiento en el medio”.
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Es un lunes lluvioso de agosto y Benito acaba de merendar en un restaurante frente a Plaza Armenia. Hace una hora salió de Espacio 37, donde ensaya junto a su grupo, y en un rato irá a cenar a la casa de su tía Laura en Belgrano, con quien vive desde que tiene 18 años. El mozo que lo atendió –un muchacho de menos de 30– se acerca y le pregunta sobre qué es la entrevista que le están haciendo. Benito le dice que tiene una banda y él le responde que la conoce. También es músico. “Me agrada cuando me dicen algo sobre Zero Kill, me pone contento –expresa Benito con una sonrisa–. No siempre son cosas buenas, está lleno de comparaciones. Hay gente que piensa que no soy yo, no entiende que no soy una continuación, que estoy en ascenso desde abajo”.
A pesar de las constantes referencias a su padre, Benito no siente que su apellido sea una carga, sino todo lo contrario, algo que le gusta y lo apasiona. Al principio le afectaba todo lo que le decían, pero con el tiempo entendió que no era algo personal con él. “Se trata un poco de la fantasía de que los conocidos son seres superiores que hacen todo bien –dice–. Estoy muy peleado con el concepto de fama, pero también tuve un apoyo desde el principio que la mayoría no tiene. Desde el día uno que saqué algo ya había personas interesadas, y eso es relindo y positivo”.
Su meta no es llenar estadios ni atraer multitudes, sino vivir de su música y que la escuche la gente que la aprecie. “Tuve momentos de felicidad y de tristeza, pero hoy siento que estoy muy bien la verdad. No quiero volver a entrar a lo que sea que tenía antes. Al final, salir al mundo no es tan temerario como uno piensa«.