Primero, como un big bang, una pregunta: “¿Cómo rompemos con todo eso?”. Luego, una posible respuesta: “Hagámoslo con el tango”. Ese breve parlamento podría tomarse como punto de partida: promediaban los 90 y, después de un tiempo de haberse conocido en España, Acho Estol y Dolores Solá –junto con Juan Valverde– tenían algunas cosas en su cabeza. O una: el tango. “Kiko Veneno, Pata Negra, Camarón fueron una influencia central. Pensamos: ʽHagamos eso acá, con el tango. Tenemos la información, no lo hace nadieʼ. La pregunta en el primer disco fue ʽ¿Cómo rompemos con todo eso?ʼ”, cuenta Estol, en medio de su estudio-búnker creativo que ocupa la parte delantera de la casa. Así, la tierra un poco yerma que era el tango en esos años empezaba a ser cada vez menos yerma y más otra cosa: un cántaro de mil vertientes. Toda una generación de músicos y compositores que, a fuerza de grandes discos, prepotencia de trabajo y amor por ese lenguaje infinito e imposible que es el tango, volvió a él. Un viaje de ida que no tiene vuelta. ¿El tango siempre espera? Quizás. Pero a veces se lo puede ir a buscar. Vale anotar algunos nombres: El Arranque, Alfredo “Tape” Rubín, la Orquesta Típica Fernández Fierro, 34 Puñaladas. Y ellos alistaron el suyo: La Chicana; donde Acho y Dolores son, además de pareja, fuerza motora de esa usina musical.
De 1995 a hoy editaron ocho discos. Y si los primeros años fueron de escuela o aprendizaje, con el tiempo hicieron de su música un estilo propio. Tango, sí. Pero como punto de partida. Rebelde, lúdico, cosmopolita. Una canción urbana para el nuevo siglo. De esta ciudad o de tantas otras. La tonada del mundo amontonada en algún lado. Por ello en sus discos puede sonar un tango con todos sus yeites o un aire de chamarrita, una litoraleña, un blues sudaca o una bossa, un anónimo gitano, una copla o más. Por ello esos discos tienen tantos timbres e instrumentos: “Hago de todo por ese lado. No soy un animal de escenario, me encanta el laburo de producción y de composición. El arreglo: hacer sonar algo. Tengo esa cabeza desde la música clásica. Y lo que me da gusto es dirigir, componer. Que suene eso”. De la vasta discografía del grupo bien vale señalar Revolución o picnic (2011, doble: una cara de reversiones, otra de obras originales), Antihéroes y tumbas (2015) y La Pampa Grande (2016). Cada uno, un diamante en bruto. Como si dijeran “El tango será mestizo o no será”. Pura belleza poderosa y manifiesto sobre cómo puede sonar la canción popular hoy día. “Compongo muy libremente. En definitiva, es la única manera en que se puede componer. Nunca sé a dónde va a ir a parar lo que hago”. Cada uno de los discos de La Chicana y los solistas de Estol (y los de Solá) son, a la vez, mapa, territorio y recorrido de la música de este lado del mundo. Andar y desandar el camino del folklore, el tango y el rock argentino. Esas son las tres vertientes de las que beben la cabeza y el corazón compositivo y omnívoro de Acho. Desde esas tres aristas se abren velas, se cruzan mares. Palo Pandolfo, Gardel, Tom Waits, García, Amparo Ochoa, Vitor Ramil, Villoldo, Indio Solari, Os Mutantes: todo eso cabe en el mundo de Estol. Dice: “A nadie tiene que asustar un bandoneón con una cítara: ¡pasaron 40 años de Sgt. Pepper´s! ¿Cómo vamos a retomar el tango desde Piazzolla como si no existieran el punk o Tom Waits? Los que acá quisieron hacer blues les salió retanguero: Manal. Estaban heredando todo sin darse cuenta. Escucho a García y siento que está haciendo música de su ciudad. Un manejo de las formas. Es espectacular”.
Lo dicho: también de sus discos está hecho el hombre. Y Acho se despachó en 2018 con una de las grandes producciones del año: el exquisito Folkenstein. “Como si le hubiéramos dado una coherencia geográfica a ese eclecticismo, ¿no?”, arriesga. Así, su quinto disco solista lo encuentra en un viaje musical y letrístico, entre telúrico y psicodélico –si, acaso, no fueran ambos una misma cosa–. Un aire de género lo cruza: hay vals, chamamé, huayno, tango, milonga surera, chamarrita. Allí: todo su latir caleidoscópico y oblicuo. “Desde muy chico sentía eso de la pampa ácida. Además de la Telesita, la luz mala y esas cosas, pensaba que había algo en esa mugre, en esos polirritmos. Algo muy ácido, muy profundo. Una puerta de salida a esa cosa de la pampa y el horizonte a mil kilómetros y el cielo tan grande que parece que pasó algo raro, y no estás drogado, pero es un estado alterado que te produce la gran llanura. Toda esa noche, esos 180 grados: cielo y estrellas donde mires. Es psicodelia y es raíz. Ni siquiera un género o un estilo. El Cuchi Leguizamón, por ejemplo, es psicodélico”. Entonces, hay que decirlo: Estol ha fundado su propio tropicalismo. Un antropófago de acá. Y allí está la tapa del disco: tan psicodélicamente pampeana –¿cuál es el cielo y cuál el suelo?–, ese naranja, ese sol como un iris atigrado, ese animal y esos pájaros, ese ombú, ese horizonte azulado. Todas las voces del disco –salvo una– las aportan cantores invitados: Pablo Dacal, María Pien, Daniel Melingo, Lidia Borda, Hernán Lucero, Manuel Moretti y más. Algo que ya había hecho anteriormente. Y aquí, además, queda revelada esa letrística tan cercana a su admirado Raúl González Tuñón. “Me gusta particularmente. Quizás es uno de los primeros poetas beatniks. Eso que por un lado es decir todo, la prosa poética, y por otro lado una belleza muy cuidada. Hay una sensibilidad cosmopolita en él. Te trae lo universal a la pava del mate, al bar de la esquina. Es la criollización de lo universal. Tuñón: tanta obra y todo tan lindo”.
Por último, no guarda palabras: se declara admirador de “Tata” Cedrón, Palo Pandolfo y Jorge “Alorsa” Pandelucos. “¿Qué otra cosa hacer si no es música de acá? ¿Qué otra cosa te va a salir con igual autenticidad y realidad? ¡Con ese amor! ¿Qué?, si no la música que escuchabas en el vientre de tu madre cuando se tomaba un taxi”.