
«Well, all right». Es el 5 de agosto de 1969, baby, Estados Unidos. El hombre acaba de volver de la Luna, suponemos, si nos guiamos por la mitad del relato de la carrera espacial, en plena guerra fría. A propósito, Vietnam era un polvorín desde hacía unos cuántos años y faltaba todavía un lustro más para el final de la guerra.
En Detroit, no tan ajenos a las bombas ni tampoco a los hits de la Motown (con quien compartían ciudad de origen), pero embarcadísimos en su propio trip, cuatro chiflados cautivados por la distorsión estaban cristalizando algo a lo que le estuvieron dando forma algunos meses antes. Lo que había comenzado entre cuatro húmedas y oscuras paredes, pasó a un estudio de grabación para ser debidamente editado.
Proto-todo: garage, punk, hard. Da lo mismo, porque todas esas etiquetas llegaron después, mucho después de este mil nueve sesenta y nueve. Mejor dicho: nineteen sixty nine.
Aquel cinco de agosto vio la luz The Stooges, el álbum debut de la banda formada por Iggy Pop, Ron y Scott Asheton y Dave Alexander.
A diferencia de otros álbumes editados el mismo año (Let It Bleed, de los Rolling Stones; Abbey Road, de los Beatles; I y II, de Led Zeppelin; o The Soft Parade firmado por The Doors, por citar solo un puñado de ejemplos), el de The Stooges suena completamente despojado, crudo, naked. Es estridencia pura, ruido con melodía y sentimiento, un escupitajo para lubricar oídos antes de destruirlos.
Sin quererlo, la historia los puso en un lugar y en una circunstancia en la que sentaron las bases y plantaron las banderas que otros izaron más tarde: sin esto, probablemente nunca hubiéramos tenido a The Strokes, a los Ramones, Pixies, Ian Curtis o cualquiera de los artistas relacionados que hoy dictan los algoritmos de las plataformas de streaming.
Donde antes no había nada, apareció un todo. Bueno, ni The Stooges era una isla ni tampoco nacieron de un repollo: sin The Velvet Underground, ninguno de estos caracteres se hubieran impreso jamás, ni aquí ni en ninguna otra revista del mundo.
Y esto no responde solamente a la producción artística a cargo de John Cale, ni tampoco a los diez sombríos minutos que dura «We Will Fall» (aquí Cale grabó una viola incidental) ni al cuelgue espeso de «Ann», ambas primas hermanas de «The Black Angel’s Death Song», del debut del grupo encabezado por Lou Reed. Sino porque, al escuchar este disco de punta a punta y sin respirar, queda en evidencia que se sentían encorsetados en el «formato canción». Que, si todo dependiera pura y exclusivamente de ellos, si no hubiera un sello grabador por detrás y por adelante, sus músicas derivarían y naufragarían en acordes interminables, ensordecedores. Hasta disolverse y desaparecer completamente. Art-rock, otra etiqueta también posterior a este momento histórico.
El ímpetu de The Stooges no cabía en ningún estribillo. Las crónicas de la época cuentan que, en vivo, los temas que elegían interpretar comenzaban normalmente hasta que se iban deformando en largas improvisaciones que ponían a prueba la atención y la paciencia del puñado que se los cruzaba en un pub.
Por eso no suena incongruente la anécdota muchas veces rememorada por Iggy Pop, respecto a este debut en la industria: «En realidad tenemos muchísimas canciones», les mintió Iggy a los responsables de Elektra Records cuando preguntaron por qué irían a grabar solo cinco, material insuficiente para llenar las dos caras de un long-play. Así que, obligados a un tour-de-force, esa misma noche compusieron tres nuevas que luego serían tocadas por primera vez en el estudio neoyorquino The Hit Factory: «Real Cool Time», «Not Right» y «Little Doll» fueron las últimas en llegar.
Lo que había hasta ese entonces es lo que se entiende como el sistema nervioso central del álbum, que incluso Iggy Pop hasta el día de hoy suele reinterpretar en sus shows: «I Wanna Be Your Dog», «No Fun», «1969» y las ya citadas «We Will Fall» y «Ann».
Ya con eso bastaba para ser la piedra angular de algo, aunque en aquel momento ese horizonte parecía brumoso: los críticos de la época coincidían con que se trataba de un disco infantil, sin un contenido que podría ser tomado en serio. Es cierto: es algo llano, primitivo, por momentos redundante, pero no por eso menos vital. Todo lo contrario. Tampoco fue un éxito rotundo de ventas: alcanzó el puesto 106 en el ranking Billboard al momento de su edición.
Pero esa falta de visión de la crítica y las bajas ventas fueron reparadas históricamente y, visto en perspectiva, aún sigue siendo un esencial para entender la época, sobre todo quienes no la vivieron.
Un testimonio de menos de 35 minutos de duración, que con los años resonaron en distintas partes del mundo y en incontables artistas que no sólo ejercieron el punk como sonido, sino como método.
Aquellas canciones se hicieron fuertes en Argentina no sólo en las visitas de Iggy Pop o la histórica de The Stooges, en 2006. Aquello ocurrió ya sin Dave Alexander (reemplazado por Mike Watt, gloria alternativa por su trayectoria con Minutemen) pero antes de que fallecieran los hermanos Asheton. Ese show tuvo épica, no sólo por el diluvio soportado por veinte mil personas en estado de pogo, sino también por la intensidad inagotable del grupo. El histrionismo de Pop, que parecía estar copulando con sus canciones y con el público, quedó marcado a fuego en la memoria al igual que la descarga punzante de Ron y el aporreo imparable de Scott.
La resonancia llegó incluso al repertorio de algunas bandas locales: Attaque 77 y Massacre solían invocarlos en sus shows de los tempranos 90s y, más acá en el tiempo, grupos como los extintos La Armada Cósmica y Banda de la Muerte supieron apropiarse de «I Wanna Be Your Dog». Gestos de este tipo permiten que esa llame no se apague jamás.