Quién lo hubiera dicho. Si el rock argentino nació en una cueva porteña, el tropicalismo se crió directamente en las bambalinas de la televisión: entre los decorados berretas, las cámaras de 100 kilos y los gritos de la histeria. Decidido a canalizar toda la fuerza de la Jovem Guarda, el productor Solano Ribeiro urdió un plan de concursos y comenzó a reclutar jóvenes talentos en las calles de un Brasil convulso. Uno de sus aliados era Rogerio Duprat: un flaquito de anteojos que había sido alumno de Stockhausen y Pierre Boulez, y tenía entre sus antecedentes el nacimiento de la música electrónica brasilera. ¿Qué podía salir mal?
Gracias a su talento, su ambición y su prepotencia de trabajo, los jóvenes Caetano Veloso y Gilberto Gil se pusieron al frente del barco. En la primavera de 1967, se propusieron llevar la música brasilera hacia otro estadio y comenzaron a trabajar en dos singles como manifiesto musical. Caetano reclutó a los Beat Boys para el estreno de “Alegría, alegría” y Duprat salió en busca del grupo indicado para tocar junto a Gil. De pronto, aparecieron tres muchachos del barrio paulista de Pompeia: Rita Lee Jones y los hermanos Arnaldo y Sérgio Dias Baptista. Aunque venían de formar algunas bandas en la línea del pop planetario (The Wooden Faces, The Teenage Singers y la unión de ambos: O‘Seis), para entonces habían dado un salto evolutivo. Ya eran otra cosa: una pandilla con peinados renacentistas y la expresión arquetípica del gato que se comió el canario. Duprat sintió que había encontrado oro.
“Eran como tres ángeles –dice Caetano en Verdad tropical–. Lo sabían todo sobre el rock renovado por los ingleses en los años 60 y tenían la cara de la vanguardia pop de la década. A diferencia de los rockeros de los años 50, eran refinados y poseían un estilo lleno de matices y delicadeza. Sérgio tenía solo 16 años y una técnica para tocar la guitarra de primera línea a nivel internacional. Rita y Arnaldo eran novios desde la infancia, y todo lo que los rodeaba tenía un sabor, a la vez, anárquico y recatado. Ella era bellísima, y su evidente lado norteamericano (era hija de un inmigrante norteamericano y una descendiente de italianos) le daba un aspecto en el que se mezclaban la libertad y el puritanismo”.
En el clímax del Tercer Festival de Música Popular Brasilera de TV Record, Gil y Os Mutantes presentaron “Domingo no parque”: un canto de capoeira atravesado por la mirada tecnicolor. Los abucheos fueron, a su manera, una buena señal. El sello Polydor les acercó un contrato y, unas semanas más tarde, entraron a los Philips Studios con los instrumentos de una banda de rock, bronces y cuerdas, un theremín y decenas de chirimbolos. Fieles al signo de los tiempos, impusieron una dinámica de trabajo mancomunado: la producción de Manoel Barenbein, las colaboraciones autorales de Caetano y Gil, la participación especial de Jorge Ben, los arreglos de Duprat. Las raíces antropofágicas de Brasil y la sintonía universal del Sgt. Pepper’s. Os Mutantes no copiaba a los Beatles porque, en un punto, ya no había forma de copiarlos. Utilizaban su manual de instrucciones. Su orden de soltar amarras y dejarse llevar por la corriente. Nada, sin embargo, había preparado al mundo para esa música del demonio.
El Lado A abría con el uno-dos de “Panis et circensis” y “A minha menina”. Por un lado, una suite con fanfarria, madrigales, pop de cámara, intervenciones sobre la velocidad de la cinta, ruidos, murmullos y otros procedimientos de la música contemporánea; por el otro, el groove de Jorge Ben montado sobre la percusión selvática y una guitarra saturada de fuzz. En solo ocho minutos, la alquimia entre Os Mutantes y Duprat proponía una catarata que todavía estamos digiriendo. “Rogerio logró plasmar en música las ideas que yo había tenido en frases –dice Arnaldo en la película Tropicalia–. Y eso fue hermoso. Si le pedía un poco de ópera, si le pedía un poco de los diez mandamientos, si le pedía un poco de paz, él lo conseguía todo”.
El disco no negociaba ni la punta. Después de semejante entrada, arborecía en muchas direcciones: folklore nordestino, easy listening, samba, rock & roll, chanson, etc. Todo metabolizado en esa cepa de la psicodelia que, merced a sus atributos geográficos, solo florecía donde pisaban Os Mutantes. Canciones como “Adeus, María Fulô” eran una llamada en conferencia con las líneas de Apolo y de Dionisio. Con los visos de la inocencia, la fealdad, la vida amateur y la vida salvaje. Su actitud de aficionados, en ese sentido, era una suerte de liberación.
En el marco de las manifestaciones por el asesinato de Edson Luis y la dictadura del mariscal Artur da Costa e Silva, el disco de Os Mutantes –como el manifiesto Tropicalia y los trabajos como solistas del colectivo– fue acusado de varias cosas. A saber: alienante, extranjerizante y entreguista, por la izquierda; revolucionario, degenerado y pagano, por la derecha. Os Mutantes lo aceptaron como un cumplido. Con el mismo fervor que los rechazaba una parte del público, otra parte comenzó a abrazarlos. “Por aquella época nosotros vivíamos de fiesta –dijo Rita Lee–. El papel de Mutantes en esa movida era el de molestar: ʽ¿Así que están todos en contra nuestra? Bueno, entonces disfracémonos, subamos el volumen de la guitarra y yo me pongo un vestido de novia para tocar en escenaʼ. La idea era molestar todavía más”.
Grabaron un segundo disco tan o más bueno que el primero (con una tapa horrenda y un nombre casi idéntico) y A divina comedia, viajaron a Europa, conocieron el LSD, registraron una suerte de antología londinense y volvieron convertidos en estrellas. Es decir, condenados. Sus ambiciones se trasladaron de la música hacia la vida, y, para cuando se fueron a vivir en comunidad a la Sierra de Cantareira, comenzó el declive. Poco a poco se plegaron al rock progresivo, Rita Lee fue expulsada y Polydor les devolvió el contrato.
Como El Kinto o nuestros Almendra, la parábola de aquellos primeros Mutantes resultó breve e intensa. No es extraño. Una verdadera explosión dura solo un instante. Las esquirlas, si vemos a los costados, todavía están cayendo.