«No te olvides que lo nuestro es decorativo, Emilio, siempre lo fue y lo será», le advertía Luis Alberto Spinetta a Emilio Del Guercio en el episodio dedicado al «Muchacha (ojos de papel) en la serie documental Cómo hice. Casi a contramano de lo que se espera de él, el máximo poeta del rock argentino, lo que intentaba era sacarle solemnidad al arte y de no hacer de Almendra, ni de esa canción en particular, una cuestión de Estado. La pregunta, a 50 años de su lanzamiento, es cómo lograrlo, o cómo, en todo caso, pensar a lo decorativo de Almendra como algo menor. Apenas antes de esa declaración, miraba en retrospectiva la fascinación y el compromiso estético-político con el que componían: «Creíamos que nuestras canciones iban a cambiar el mundo».
Pensar Almendra a 50 años de su irrupción en el por entonces incipiente rock argentino y sus ecos que resuenan hasta hoy, es pensar ambos extremos. El romanticismo y el desencanto. La lágrima y el flechazo. La idealización y el escepticismo. Todo desde la óptica de cuatro jóvenes porteños de entre 18 y 20 años enclaustrados en 1969. Porque a pesar de ser el disco debut del grupo, es, al mismo tiempo, la consumación de un germinar que había comenzado cuatro años atrás a partir de las inquietudes artísticas y existenciales de Spinetta y Del Guercio. Adolescentes embelesados con los Beatles, Neruda, Cortázar, Bradbury y Sartre en busca de un arte que los represente en tiempo y espacio, con la ambición de una década que soñó con lo imposible y con la introspección de todo lo que duele cuando la niñez y la adultez son equidistantes.
«Sabíamos que el producto tenía que ser como barroco», le decía Spinetta a Miguel Grinberg a la luz de las velas una noche de temporal de 1977. «Tenía que ir directamente a la poesía sin ningún tipo de prejuicios», completaba en la misma entrevista, que se puede leer en ese libro fundamental sobre los inicios del rock argentino que es Cómo vino la mano. Ese «sin ningún tipo de prejuicios» significaba, antes que cualquier otra cosa, Libertad. Spinetta&DelGuercio&Molinari&García, con las hormonas a flor de piel, iban en busca de abrazarlo todo. El amor, la soledad (que ya habían abordado en «Tema de Pototo»), la locura, el existencialismo, la vida en la urbe… decir lo indecible a una edad en la que nada parece imposible.
Musicalmente, las libertades eran las mismas. Los Beatles de «Strawberry Fields Forever» marcaban el rumbo, pero también las exploraciones de Cream, Traffic y la Incredible String Band nutrían al grupo. Así, en «Color humano», el segundo tema del disco, se embarcan en un viaje de rock duro de 9 minutos y pocas palabras. Con Edelmiro Molinari al timón, el enredo de distorsiones sobre una base de cuatro acordes (grunge prefigurado) generan la misma alienación que las palabras sobre un universo que podía percibirse technicolor pero que escondía un blanco y negro desolador: «Somos todos colores / sin saber lo que es hoy un color». El contraste con «Figuración» es un notable contrapunto de intensidades y texturas; allí, lo que sobresale es la flauta que potencia el clima pastoral y la lisergia como medium para expandir la consciencia y lograr la despersonalización. El plan es simple: figurarse que uno pierde la cabeza y sale a la calle para comprobar que el mundo sigue bajo el sol.
Sin ningún tipo de corset, Almendra hace su disco debut una postal de época. Hay rock and roll con lirismo en «Ana no duerme» para cerrar el lado A; una dupla de pura melancolía tanguera con «Fermín» y «Plegaria para un niño dormido» (una canción que Spinetta compuso a los 15 años); una rapsodia que anticipa a Pescado Rabioso en «A estos hombres tristes»; un regreso a la flauta traversa en «Que el viento borró tus manos» y, para cerrar, las cuerdas en «Laura va», una referencia directa a «She’s Leaving Home», de los Beatles. Si el cancionero del rock argentino para esa época tenía la mayor parte de sus páginas aún por escribirse, cada una de las nueve canciones de Almendra funciona como disparador para que nadie en el futuro le tenga pánico a la hoja en blanco. El abanico de posibilidades a partir de entonces, era infinito. No sólo para el porvenir de cada uno de los miembros del grupo, sino para cualquiera que se arrojara a escribir rock en castellano.
Almendra el disco conjuga impulso creativo e introspección en escala de grises. Eclecticismo y barroquismo como resultado de mentes en busca de todo, de una ambición adolescente que quiere explotar colores por el aire pero que también sufre al ritmo de una ciudad que no da respiro ni tiene miramientos con el que más sufre. En la lucha entre mostrar el mundo y mostrar un mundo corregido, con la dicotomía de mantener el sueño vivo apenas dos meses antes de ingresar a la década del «The dream is over», Almendra lucha con sus propias tensiones juveniles y también con las de su contexto. ¿Hacia a dónde ir cuando el interior y el exterior son volcanes con tanta lava incandescente como ceniza inmóvil? Hacia la libertad de soñar y adolescer, aunque todo sea al mismo tiempo.
«Cuando todo duerma, te robaré un color», canta Spinetta en la inmortal «Muchacha (ojos de papel)», ese track inicial que se inscribe en la larga tradición argentina de poner canciones tristes para sentirse mejor, y con el que logró lo imposible: que el inconsciente colectivo de un país se enamore de una canción de desamor. La idea de que los seres humanos son energías, y por lo tanto colores, sobrevuela gran parte de Almendra. En la misma entrevista que abre este artículo, Spinetta cierra su idea sobre el rol del arte en la sociedad: «Somos decoradores de todo lo otro fantástico que es la vida». Si bien es cierto que tal vez esa frase nietzcheana de que «la vida sin música sería un error» hoy suene tan trillada como hiperbólica, lo cierto es que la vida sin los colores de Almendra hoy no sería la misma. Ni mejor, ni peor, ni error ni acierto: distinta. Y eso es mucho decir para esos cuatro decoradores de vidas, propias y ajenas.