Al momento de finalizar su experiencia y recorrido en Los Rodríguez, Andrés Calamaro ya había sacado el soundtrack de la película Caballos salvajes, de Marcelo Piñeiro; el segundo volumen de sus Grabaciones encontradas; y cinco discos excelentes con su grupo. Había logrado un éxito similar al que había tenido con Los Abuelos de la Nada, pero con más proyección, ya que estaba instalado en Europa y componiendo canciones que no hallaban un lugar definitivo. Es decir: era un exiliado que había recuperado su relación con cierta masividad en dos continentes, había publicado discos arriesgados –que lo corrían del lugar inmóvil y temeroso que da el éxito– y, lo más importante, estaba fértil, en absoluta actividad creativa. Tenía todo a su favor para enfrentar el futuro. Pero no era tan fácil como sonaba.
Porque Calamaro, que había encontrado finalmente su verdadera y reconocible voz en España, un tono inteligente de discurso público y la capacidad de tomarle el pulso a la lírica popular sin dejar de lado la alcurnia intelectual y, a la vez, callejera –como Hotel de mil estrellas, 7 segundos, Dulce condena, Me estás atrapando otra vez, la maravillosa Mi rock perdido, entre otras–, se hallaba en una suerte de crossroad: no quería ser visto como aquel que destruye una fortaleza como Los Rodríguez y la alegría de los seguidores que tanto les había costado conseguir, lo que remitía a malentendidos tejidos alrededor del final de Los Abuelos de la Nada; pero, por otra parte, deseaba seguir adelante en solitario.
¿Por qué se separa una banda de rock? ¿Hay vida después de que uno de los integrantes empieza a llamar más la atención que otro? ¿Cuánto influye el reparto de bienes después del éxito comercial? ¿Lo que empezó como una pandilla en busca de aventuras siempre termina siendo una hoguera de vanidades?
Bueno, todo esto influyó en mayor o menor medida para que Los Rodríguez implosionara y para que Calamaro, que ya se encontraba en una situación absolutamente opuesta a la que tenía cuando había aterrizado en España en 1990 (esa época en la que todos Los Rodríguez dormían “en la misma cama”, según Ariel Rot), tomara la decisión de escuchar con más atención una oferta que le había hecho la compañía discográfica DRO. Era la misma con la que venía trabajando en los tiempos de gestación de Palabras más, palabras menos: un contrato por cuatro discos solistas. Le prometían pagar 200.000 dólares por cada uno de esos trabajos. Firmó. Corría el año 1996. Calamaro tenía 34 años, estaba casado y nadie, ni siquiera él, podía prever lo que se vendría.
Antes de entrar a grabar, Andrés Calamaro tenía compuestas y demeadas en dos etapas (antes y después de la última gira exitosa entre Los Rodríguez y Joaquín Sabina) alrededor de 30 canciones. Siempre le gustaron los números imponentes. Dicho así, 30 canciones suena a dato duro y bastante frío, como si fuera un paso más en la batalla o en la carrera de un artista ya recostado en la comodidad de un suelo dorado. Pero esto se trataba de otra cosa: de una vuelta de Calamaro al estado solista que había cosechado sus más gloriosos fracasos. Fracasos sin ninguna justificación, por supuesto, dado que los suyos eran muy buenos discos (Hotel Calamaro, Vida cruel, Por mirartey Nadie sale vivo de aquí), incluso reconocidos por los críticos y un núcleo duro de artistas. Pero era algo que no se podía pasar por alto. Ese recordatorio era la mosca en la sopa.
Junto a Los Abuelos de la Nada y Los Rodríguezhabía conseguido trascender el anonimato y meterse, a fuerza de melodías inolvidables, en la cabeza y en la memoria de muchas personas. Esas bandas crearon los contextos que le dieron la posibilidad de mostrar quién era realmente.
El retorno a la soledad, a ver solo su nombre en portadas, bateas, carteles y marquesinas, significaba una movida a la que había que prestarle mucha atención. Era un verdadero salto de fe. Uno más. La pregunta que se caía de madura era la siguiente: ¿alcanzaba el éxito tardío de Los Rodríguez para asegurarle una repercusión masiva en solitario? Las canciones y las melodías las seguía escribiendo él, seguían siendo suyas, claro que sí; sin embargo, ¿alcanzaba? En cualquier caso: tenía, más o menos, 30 canciones para elegir de un repertorio con el cual salir adelante. Canciones a las que Calamaro definió en algún momento como “infantiles, pero para adultos”.
Dime con quién andas
Una vez que tuvo los demos listos, lo primero que pensó fue cómo grabarlo. Esa era su mentalidad de productor, que nunca había abandonado, empujando las ideas hacia el futuro. Después pensó dónde hacerlo. Y más tarde, con quién. Tenía muchas opciones desplegadas sobre la mesa y lo más importante para producir un buen disco o por lo menos lo que le serviría para lograr algo que lo dejara aunque sea conforme: de su lado estaban DRO/Gasa y Warner Argentina, que querían cuidar y complacer a su nueva estrella contratada.
Ahí fue cuando apareció el nombre, el primero del equipo, de un viejo conocido de Calamaro: el tranquilo, misterioso y mágico Joe Blaney, que no solo había trabajado con glorias experimentadas del firmamento roquero que había influenciado a la generación de Calamaro (The Clash, Keith Richards, Tom Waits, Prince y Ramones). El productor, mixer e ingeniero ya había trabajado con Los Rodríguez en dos oportunidades. Pero su intervención más recordada en esta parte del mundo fue como productor de Clics modernos, de Charly García.
Ahora bien, si Calamaro había definido muy bien el fin del alfonsinismo con un título tan elocuente como Nadie sale vivo de aquí, resulta natural pensar que con este nuevo disco en solitario tenía algo que decir sobre el menemismo y este nuevo paradigma dominante.
Alta suciedad, entonces, es un título que intenta capturar la esencia miserable y carroñera de una época donde la corrupción exhibida como una snuffmovie se institucionalizó y se convirtió en un estilo absoluto de ejercer la política partidaria y las relaciones ciudadanas, y hasta barriales.
Pero también fue la época en la que loscountries y las villas miseria irrumpieron en el paisaje cotidiano como estructura de socialización, pero además, como arquitectura mental enfrentada, lo que producía una imagen inolvidable de esos años donde la tensión se volvió una película de suspenso interminable a la espera de algún crimen.
La convivencia irreconciliable de estos polos antagónicos reflejaba que la Argentina se había convertido en la tierra dividida. En definitiva, la Argentina a la altura de 1996 estaba plagada de alta suciedad. Y eso sí lo vio Andrés Calamaro. Pero eso fue solo el principio.
La decisión de trabajar con sesionistas no pudo haber sido más acertada para que la visión de Calamaro fuera plasmada en su totalidad. Sobre todo, teniendo en cuenta el nivel de los músicos que le consiguió Joe Blaney para que pudieran darles una vida a sus nuevas creaciones. Más allá de que fueran reconocidos por hacer de las sesiones de grabación momentos cargados de mucha creatividad, esos sesionistas eran músicos que habían estado al lado de aquellas luminarias roqueras que se filtraron en el paladar sonoro de Calamaro, lo influenciaron y de algún modo configuraron sus parámetros de calidad.
El curriculum de los que participaron en este disco es impresionante y alcanza lo mejor de la música popular mundial de las últimas décadas del siglo XX. El guitarrista Hugh Mc Cracken había tocado con todos los Beatles en sus discos solistas, con Steely Dan, Roberta Flack y Paul Simon, entre otros. El baterista Steve Jordan formaba parte de X-Pensive Winos, la banda que acompañaba a Keith Richards. El bajista Charley Drayton había tocado con los Rolling Stones, Neil Young y The Cult, entre otros. El bajista Chuck Rainey, con todos: desde Aretha Franklin hasta Sonny Rollins, pasando por Janis Joplin, Robert Palmer, Diana Ross y Louis Armstrong. El guitarrista Eddie Martínez, un especialista en riffs, había estado al lado de David Lee Roth, Run-D.M.C., Meat Loaf y Mick Jagger. Marc Ribot era el compañero de Tom Waits, pero también había estado tocando con Elvis Costello, T-Bone Burnett, Marisa Monte y Cibo Mato. El percusionista Crusher Bennett había tocado con Patti Smith, George Benson, Chaka Khan y Steely Dan. Con músicos de ese calibre se grabó Alta suciedad. Lo que explica bastante la calidad de su sonido y su extraordinaria ejecución.
En este sentido, se pone de relieve el aspecto menos valorado de Calamaro para el gran público respecto a ser un excelente letrista, por ejemplo, y es su capacidad de llevar adelante buenas grabaciones y poder conquistar un sonido que ya le pertenece. Es ahí donde también se pone en juego una parte imprescindible de lo propio y la personalidad abarcadora que lo llevó a ser reconocible.
Moldear la nueva imagen
La aparición en 1997 de Alta suciedad significó para Andrés Calamaro una consagración instantánea que se podía percibir desde la misma imagen de tapa del disco. La fotografía, que pertenece al fotógrafo Ricky Dávila, exhibe el primer plano del músico y lo muestra absolutamente icónico, paradigmático, distante, luminoso, portador de algún tipo de misterio, pero accesible y casi con estatura de clásico moderno. De pronto, Calamaro había construido una imagen de sí mismo que se magnificaba y sostenía a la perfección con la llegada y la trascendencia que tenían sus canciones nuevas. La fineza, la calidad y la perfección del sonido logrado era tal que logró encantar y conquistar a las masas de dos continentes y sorprender a la crítica de rock de su época, que estaba esperando un disco así: perfecto para la soledad del living, ideal como fondo y compañía en el bar de cabecera, muy bueno para corear en teatros y también para gritar con empatía en los estadios. Todo esto era acompañado por un corpus de textos que capturaban mucho lo que se vivía por entonces en la Argentina (“Tengo adentro del pecho, un solo presentimiento, como de haberme tragado: una bolsa de cemento”), incluso anticipaban lo que sucedería unos pocos años después (“Señor banquero, devuélvame el dinero, por ahora es lo único que quiero”) y hasta excedía la realidad su tiempo (“Me tocó crecer viendo a mi alrededor paranoia y dolor”).
Alta suciedad, publicado el 5 de septiembre de 1997, es la clase de discos que conjugan en su dictum esencial muchos elementos especiales y mejoran cualquier lugar donde suenan. Canciones, a esta altura, imperecederas, como Alta suciedad, Todo lo demás, Flaca, Loco, Media Verónica, Crímenes perfectos, Elvis está vivo, Me arde, El tercio de los sueños, entre otras de ese disco, definieron el pulso mainstream de ese año en la Argentina. Incluso fueron el último grito de una guerra perdida por la industria discográfica contra Internet y le dieron una impronta (más) negra a ese momento del rock nacional.
Pero lo verdaderamente atractivo en este caso fue que le redituó a Calamaro algo más importante que el éxito a corto plazo: delimitó para su futuro un determinado sector del público, un grupo de gente que a partir de ese momento iba a estar atenta a todos los pasos del músico y estaría entregada a sus movimientos. Con Alta suciedad, Calamaro se ponía en el ojo, el corazón, la memoria y la piel de un número de personas que antes no lo tenían, para nada, en su radar de placer. La repercusión y resonancia que tuvo el disco, más de 600.000 copias vendidas entre la Argentina, España y el resto de Latinoamérica (en criollo: es el segundo disco más vendido del rock argentino), puso a Calamaro en un sitio de privilegio que se sostiene hasta el día de hoy.