Quizás todo comenzó como una conexión espiritual. Una búsqueda personal que redundó en un cambio. Quizás fue cuando George Harrison descubrió la música de la India. O, más precisamente, cuando conoció a Ravi Shankar. “Pude ir a las casas de las estrellas, de Elvis, de todo el mundo. Conocí gente muy buena, pero nunca conocí a nadie que me impresionara de verdad –cuenta el más callado de los Beatles en Living in the Material World, el documental dirigido por Martin Scorsese–. La primera persona que lo hizo fue Ravi Shankar, la única que no quería impresionarme”. Quizás allí empiece la historia de Wonderwall Music, el primer disco solista que un Beatle publicó, hace ya 50 años.
En el año 1967, el director Joe Massot se embarcó en un viaje tan lisérgico como cinematográfico: Wonderwall era una película psicodélica para tiempos experimentales. Una película que necesitaba música. Y un grupo de inversores necesitaban un Beatle en los créditos. “Aceptaré cualquier cosa que me des”, le dijo Massot al guitarrista, tras escuchar su negativa inicial. Con ese cheque en blanco, las cosas eran distintas: “Les daré una antología de música hindú y, quién sabe, tal vez algunos hippies se interesen en ella”, rememora él mismo en la serie de entrevistas para The Beatles Anthology. Porque la búsqueda fue esa: darle la visibilidad merecida a una estética que Harrison no podía encontrar en su rol con la banda.
Era una época convulsionada. El 27 de agosto de 1967, Brian Epstein fue encontrado muerto en su dormitorio. Ese mismo día, los cuatro de Liverpool estaban lejos: por primera vez –por insistencia de Harrison– se habían reunido a meditar con el yogui Maharishi Mahesh. La noticia caló en el grupo como la muerte de un padre daña a un adolescente: estaban solos a partir de entonces y para siempre. Epstein era el hilo que zurcía personalidades y egos, la vela mayor de un barco demasiado veloz. Semanas después, exactamente el 22 y 23 de noviembre, en los estudios de Abbey Road, Wonderwall Music tuvo sus primeras sesiones.
Esos dos días funcionaron como un viaje de libertad creativa sin peros ni reproches. Y con la imaginación como único límite: motivado por la necesidad de llevar su capacidad compositiva y emocional al máximo, Harrison combinó melotrones con cítaras, música india como skiffle y ragtime, sonidos guturales con ritmos beat y, casi sin quererlo, inventó la idea del crossover y la world music. En los días previos a esas sesiones fundacionales, el trabajo había sido de contemplación y análisis: en Twickenham Studios estudió escena por escena del film y más tarde bocetó canción por canción en su casa de Esher, Surrey. Sin embargo, las ideas no pasaron de ahí: el estudio era verdaderamente el espacio de libertad total.
Con las bases ya maceradas, el 2 y el 3 de enero retomó las grabaciones, aunque acompañado. Ringo Starr aportó una versión acompasada de su groove en “Ski Ing”, en la que Eric Clapton regaló cien segundos de guitarra para un disco que prácticamente prescinde de ellas. En el documental dirigido por Martin Scorsese, Clapton recuerda esas sesiones: “Yo me quedé impresionado. George quería que tocara algo y él improvisaba. Lo grabamos, y él incluyó el sonido de la guitarra encima. Era todo un experimento, pero divertido”. Y eso es lo que se escucha: un músico en plena liberación, ya lejos de la sombra compositiva de la dupla Lennon-McCartney y bien cerca de sus inquietudes, sin tibiezas ni miradas al costado.
De hecho, tanto se había involucrado Harrison con el proyecto que decidió viajar a Bombay para terminar los detalles de su trabajo con músicos indios. Todo se transformó en una obsesión personal: llegó con una grabadora de dos canales y durante cinco días registró de forma improvisada a los mejores músicos locales. Había que recuperar ese sonido, sin importar las consecuencias: entre tanta grabación, en más de una canción se cuela el audio caliente de las calles de la India y su tráfico, otro condimento más al carácter cada vez más experimental del álbum. Para el momento del viaje, el presupuesto original de 600 libras había ascendido a la módica suma de 15.000. Harrison pagó la diferencia de su bolsillo.
El 17 de mayo del 68 se realizó la premier de la película, con la participación de Ringo y George. Sin embargo, no fue hasta noviembre de 1968 que se publicó oficialmente Wonderwall Music –tres semanas antes de la aparición del Álbum Blanco–, el primer lanzamiento del catálogo de Apple Records. Y aunque la recepción no fue del todo buena, a la película le fue todavía peor. Y en el eco vuelven a sonar las palabras dichas: los inversores no necesitaban música, sino a un Beatle que cortara entradas. Una revisión rápida lo cambia todo. Sorpresa: Harrison no aparece en los créditos del álbum, ni como intérprete ni como compositor.
Aunque no tenga su firma, sí tiene su espíritu: Wonderwall Music funcionó en su carrera más como una demostración interior que como una consagración musical. La confirmación de su propia capacidad, un gesto hacia el futuro: la certeza de que mañana va a ser mejor. Fue el embrión de su consagración definitiva como compositor, la semilla de All Things Must Pass y el paso gigante que significó.
En una entrevista muy posterior a la aparición del álbum, Harrison dijo: “Todos sueñan con ser ricos y famosos. Una vez que lo conseguís, descubrís que eso no es suficiente. Eso me hizo continuar averiguando qué sí lo es. Al final, estás tratando de encontrar a Dios. Ese es el resultado de no estar satisfecho. Y no importa cuánto dinero, propiedades o lo que sea tengas, a menos que seas feliz en tu corazón, eso es todo. Y desafortunadamente, nunca puedes obtener la felicidad perfecta a menos que poseas ese estado de conciencia que lo habilita”. Con Wonderwall Music, George Harrison dio un paso más para encontrar a su dios.