Es un instinto casi natural que en momentos de incertidumbre las personas se inclinen a posiciones más conservadoras. Ocurre tanto en los niveles de la sociedad y la política como en la dimensión más íntima del ser humano. Cuando el miedo invade, se afianza el vínculo con lo conocido y se abroquela en los grupos primarios. Entre 1967 y 1968, Inglaterra pasaba por uno de esos momentos. La economía estaba en una etapa de recesión, la balanza comercial ostentaba el mayor déficit de la posguerra y en noviembre de 1967 la libra esterlina se devaluó en más de un 15 por ciento. En enero de 1968, nació la campaña patriótica “I’m Backing Britain” (“Yo banco a Inglaterra”), apoyada por el entonces primer ministro laborista Harold Wilson. Esta impulsaba a la ciudadanía a comprar productos hechos en el país e invitaba a los trabajadores a realizar horas extras sin recibir un incremento de sueldo. También se vivían momentos de tensión con los inmigrantes, potenciados por discursos públicos que incitaban a la violencia y normativas que limitaban la entrada de extranjeros.
El rock británico no terminaba de dar acuso de recibo de los problemas domésticos. La nube lisérgica invadía el sonido de las principales bandas y, en última instancia, sus batallas eran más generalistas. Canciones como “Revolution”, de The Beatles, o “Street Fighting Man”, de The Rolling Stones, lanzadas en 1968, fueron gestadas al calor de un contexto convulsionado a escala global (el Mayo Francés, el asesinato de Martin Luther King, la Primavera de Praga). Pero había una excepción: The Kinks.
Desde su nacimiento en 1963, la banda de los hermanos Ray y Dave Davies había ganado un lugar en la elite de la Invasión Británica de la mano de grandes hits de salvajismo rockero (“You Really Got Me”, “All Day and All of the Night”) o con alta sensibilidad pop (“See My Friends”, “Set Me Free”, “Waterloo Sunset”). Todo su cancionero estaba marcado por la pluma afilada de Ray Davies, que se destacaba por su buen sentido del humor y la agudeza de su mirada microscópica sobre la sociedad británica, ya sea desde la sátira al costumbrismo (“Sunny Afternoon”, “A Well Respected Man”) o desde la crítica social de la clase trabajadora más llana (“Dead End Street”).
Para 1968, The Kinks venía de capa caída. Una gira caótica por los Estados Unidos en 1965 le costó la prohibición de entrada al país por los siguientes cuatro años. Si bien durante 1967 había cosechado algunos hits (“Waterloo Sunset”, “Death of the Clown”), para finales de ese año el grupo estaba fuera de moda. En una etapa en la que los álbumes estaban en el centro del rock, a The Kinks se la veía como una banda de singles, y ni siquiera lograba el éxito de antes. En noviembre publicó la canción “Susannah’s Still Alive”, que significó un fracaso comercial en Inglaterra. En enero de 1968 lanzó el álbum en vivo Live at Kelvin Hall y, en abril, el single “Wonderboy”, que pasaron totalmente desapercibidos. El obsesivo Ray Davies estaba cerca de una crisis de nervios por la necesidad industrial de generar hits y por el ritmo de vida vertiginoso de giras y grabaciones.
Durante 1968, el grupo casi no tocó en vivo, y cuando lo hacía, cortaba la mitad de tickets o el público pedía por otra banda. Los conflictos internos se intensificaban y los rumores de que el cantante abandonaría el grupo se hacían más fuertes. En medio de todo esto, Ray Davies se instaló en la casa de su familia y trabajó en un conjunto de canciones que integrarían un posible trabajo solista. Finalmente encontró cauce en la banda. Todas esas canciones tenían una constelación de temas similares: el pasado, las tradiciones y la nostalgia.
Las “aldeas verdes” inglesas son áreas comunes de los asentamientos rurales donde el pueblo se encuentra, conversa, disfruta del paisaje y organiza alguna fiesta tradicional. Lejos de la aceleración, el individualismo y el desanclaje de las metrópolis, en esas zonas predominan la tranquilidad, la comunidad y la tradición. The Kinks Are the Village Green Preservation Society transcurre en ese escenario, por lo que, en esencia, es un disco conceptual. En la canción homónima de apertura, Davies plantea la idea a través de una melodía comunal y una letra en la que se suceden una tras otra viñetas del costumbrismo: el pato Donald, Sherlock Holmes, el vodevil, la mermelada de frambuesa y la tarta de crema pastelera. La “britanidad” al palo.
Las 15 canciones que componen el disco abordan desde distintos enfoques la relación que entablan las personas con el pasado. En la mayoría de los casos, dicha relación está marcada por la nostalgia y la búsqueda por retener retazos de momentos (reales o idealizados) que ya no existen. Por eso, el gran protagonista del disco son los recuerdos, siempre teñidos de una cierta candidez. “Las personas suelen cambiar / pero los recuerdos persisten”, resume en el final de “Do You Remember Walter?”, una canción que Davies escribió tras encontrarse con un amigo de la infancia y darse cuenta de que no tenían de qué hablar. En ese sentido, “Picture Book” y “People Take Pictures of Each Other” (canción final del álbum) retratan la obsesión por capturar el tiempo a través de la fotografía.
Geográficamente, los escenarios predilectos y añorados están alejados de los centros urbanos: “Nena, no sabés de lo que estás hablando / porque sos víctima de las luces brillantes de la ciudad”, comienza en “Starstruck”; en “Sitting By the Riverside” el narrador sueña con la tranquilidad de la orilla, y en “Animal Farm” rinde homenaje a la naturaleza de la granja. Mientras tanto, en canciones como “Johnny Thunder”, “Phenomenal Cat” y “Wicked Anabella” se describen personajes sencillos y campestres.
“Extraño la aldea verde, / la iglesia, el reloj, el campanario, / extraño el rocío de la mañana, el aire fresco y la escuela dominical”, se lamenta en el estribillo de “Village Green” mientras suena un arreglo orquestal de oboe, flauta, chelo y viola como si fuera una orquesta de pueblo. Al igual que las letras, el sonido del disco es pastoral. Las melodías son sencillas y soleadas; las armonías, comunitarias; y los arreglos instrumentales, especialmente finos y perfeccionistas. Con un fuerte espíritu inglés, las canciones rozan géneros populares como el vodevil, el music hall y el folk. Aun si no se entienden las letras, la música transmite una profunda sensación de nostalgia e inocencia.
El disco doble vio la luz el 22 de noviembre de 1968, mismo día que el “Álbum Blanco” de The Beatles y dos semanas antes de “Beggars Banquet” de The Rolling Stones. Fue un fracaso comercial. Más allá de la competencia, el problema es que era un álbum fuera de tiempo: en una época signada por hombres que luchaban en las calles de las ciudades y revoluciones comandadas por una nueva juventud que miraba al futuro e irrumpía como actor político, The Kinks cantaba sobre pueblos rurales, el núcleo familiar, la preservación de las tradiciones y la añoranza al pasado.
El disco juega un doble juego. Hay, por un lado, la intención de hiperbolizar el patriotismo en un contexto en que la sociedad y la política británica se encierran en sí mismas. A la vez, es un retrato personal de la propia incertidumbre que vivía Ray Davies. Y eso es lo que hace de este disco una obra atípica, atemporal y probablemente más contestataria que muchas otras: ataca el conservadurismo comprendiendo su propia naturaleza humana. No es exagerado afirmar que en pleno 2018 está más vigente que nunca.