¡Hurra por el trabajo estable! A mediados de 1966, Los Knights fueron contratados para ponerles música a las noches de Orfeo Negro, una boite de Montevideo ubicada cerca de los Portones de Carrasco. De lunes a lunes, la banda beatle de Eduardo Mateo era el soundtrack de las parejitas embelesadas, los señores que mostraban la billetera y las actuaciones del Mago Michel. En esos 12 meses sumaron al baterista Luis Sosa y a un percusionista y cantante llamado Rubén Rada, y las fronteras de su música, como el nombre de la banda, comenzaron a disolverse: bossa, shake, bolero, jazz, ritmos caribeños. Para cuando agregaron el ingrediente secreto (una música que estaba a la vuelta de la esquina: el candombe), ya eran El Kinto Conjunto.
Las ediciones uruguayas de Revolver y el Sgt. Pepper’s habían detonado una bomba en el corazón oriental de la beatlemanía. Grupos construidos a imagen y semejanza de los Fab Four entraron en crisis y, como respuesta, aparecieron los Conciertos Beat: una serie de espectáculos músico-teatrales donde, sobre el escenario del SODRE, convivían las primeras canciones de Mateo, la irreverencia de Boris Vian, el pop art y la crema juvenil de Montevideo. Era la gran puerta tecnicolor hacia la psicodelia. “‘Muy lejos te vas’ nació la primera vez en mi vida que le di una pitada a un pucho de marihuana –confesó Rada–. Me agarré un vuelo ahí y me puse a componer. Me fui a cantar por la playa, solo”.
En junio de 1967, El Kinto tocó en el 1º Festival de la Canción Beat y de Protesta, y, con el ingreso del bajista y cantante Urbano Moraes, selló su formación más emblemática. Emancipados de sus obligaciones semanales en el Orfeo Negro, concentraron sus esfuerzos en el circuito de bailes y, sobre todo, en la composición de sus propios temas. “En El Kinto se conjugaban muchas cosas –dice Urbano Moraes–. Todos éramos medio fanáticos de los Beatles, pero también veníamos escuchando otras músicas. Mateo era un fanático absoluto de Joao Gilberto, así que tocábamos muchas músicas de él, de El Tamba Trío y de grupos así. También todo el jazz de esa época, que era lo que se escuchaba antes de la euforia de los Beatles, lo que se tocaba en los boliches y hoteles. Y aparece toda la historia de los hippies. Al principio no entendí nada, pero yo morí con Hendrix. Eran tipos que proponían mucha libertad con la música, con la expresión. Entonces nosotros nos metemos con el candombe y con la idea de cantar en castellano, cosas que no se hacían. Tenía que ver con la necesidad de hablar y cantar en nuestro idioma, y tocar sobre lo que nosotros somos y sentimos”.
Su versatilidad les permitió integrarse como grupo estable del programa Discodromo y, hacia mayo de 1968, empezaron a grabar algunos playbacks para las emisiones televisivas. Uno de los primeros temas fue “Suena blanca espuma”: un candombe que, si bien estaba firmado por el guitarrista Walter Cambón, era el resultado de la inspiración grupal. La traducción de la clave hacia la batería, el canto colectivo entre Liverpool y el Barrio Sur, los ligados de la guitarra eléctrica, los versos libertarios.
En los sótanos de los Estudios Sondor, el ingeniero de sonido Carlos Píriz registró todas las canciones que se transformarían en el núcleo duro del candombe beat: “Príncipe azul”, “Esa tristeza”, “Mejor me voy”, “Voy pensando”, “Yo volveré por ti”. La técnica era, por lo menos, rudimentaria. “El estudio tenía dos grabadores estéreo, dos grabadores mono y un reproductor mono –señala Píriz en el libro De las cuevas al Solís–. No había cámara de reverberación. Había algo que parecía serlo, que era una cámara natural, hecha en el sótano de Sondor, donde, por ejemplo, había una ventilación que estaba a la altura de la vereda. Si pasaba un perro, el perro escuchaba música o gente hablando, y ladraba: salía ‘guau’ grande en los monitores. Y la cámara permanentemente fallaba porque era un sótano bastante húmedo; entonces se rompían los micrófonos o se rompía el parlante. Cuando las máquinas estaban afuera de azimut, la cinta se reproducía apoyando un dedo o pegando una cinta adhesiva que sujetaba un palito sobre la cabeza, para que la cinta entrara torcida como la cabeza torcida lo necesitaba… Sí, ahora me empiezo a acordar, me entra frío”.
Esas sesiones matutinas, alimentadas por el combustible del café y las medialunas, estaban concebidas como material perecedero. Una vez que cada grupo hacía su playback, se reutilizaban las cintas para el siguiente acto. Píriz entrevió su valor histórico y se encanutó las latas. Lo bien que hizo.
En ese preciso momento, al otro lado del Río de la Plata, Los Shakers publicaban La conferencia secreta del Toto’s Bar. Si bien todavía cantaban en inglés y era una respuesta más literal al Sgt. Pepper’s, los hermanos Fattoruso señalaban en la misma dirección que El Kinto. Canciones como “Candombe” y la suite “Más largo que el ciruela”, que cerraba el álbum con un bandoneón y el violín de Antonio Agri, parecían avistar un nuevo lugar. Esa isla sin tiempo donde tocar la tradición o la vanguardia era pulsar la misma cuerda.
“Yo ya estaba viviendo en Buenos Aires, por esto de Los Shakers, y vine a Montevideo un fin de semana en que no había trabajo –cuenta Hugo Fattoruso en Razones locas–. Estaba almorzando ravioles caseros, viendo El show del mediodía. Y de repente dijeron: ‘Ahora… ¡El Kinto!’. Y salió El Kinto a bajar delante de mis ojos, y a mis oídos y a mi mente. Así de golpe. Yo no entendí más nada. Me fulminó. Tenía la motito acá, así que me subí a la moto y fui directamente al canal a verlos. Y bueno, entonces de ahí ellos se iban a ensayar al galpón que quedaba en Mercedes o en Colonia y Roxlo, por ahí. Y fue ahí donde empecé a sacar fotos”.
Durante muchos años, el único registro visual de El Kinto fue aquella foto de Fattoruso que eventualmente se transformó en la tapa de Circa 1968, el long play que recopiló todas aquellas grabaciones del grupo. La precariedad del registro habla, entre otras cosas, de la popularidad de la banda: durante sus días de actividad, la música de El Kinto solo circuló entre un grupo más o menos reducido de iniciados. Su profundidad histórica, sin embargo, no tiene medida. Cabe en el diámetro de un punto. Es un átomo palpitante a punto de desatar su reacción en cadena. Big bang.