Varios de los que forman esta lista han sabido cambiar la música a su manera: George Martin, que transformó a cuatro ignotos pelilargos de Liverpool en The Beatles; o el multitalento rock-funky-sexual-provocador de Prince, que no hubiese sido quien fue de no haber aterrizado en la tierra un outsider mercurial como David Bowie. Este año se llevó también a figuras laterales pero no menos relevantes como la leyenda discográfica Phil Chess; el impulsor de la guitarra roquera, Scotty Moore; la cantante soul Sharon Jones y eminencias made in Argentina como el Gato Barbieri y Horacio Salgán.
La propuesta a continuación no es entregarnos al luto, sino tener presente el brío incandescente que hizo grandes a todos ellos. Tal vez no resulte suficiente, pero siendo la música un arte eterno, las palabras de Penny Lane en Casi famosos puede que ayuden: “Si alguna vez te sentís solo, andá a la disquería y visitá a tus amigos”.
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David Bowie (1947-2016)
El 17 de diciembre de 2015, cuando salió el video de Lazarus –el primer single de Blackstar–, David Bowie se retrató postrado en una cama de hospital con los ojos vendados. No era un simple moribundo quejándose del peso de su cuerpo; sin saberlo, estábamos siendo testigos de un hombre hablando con el más allá y convirtiendo ese diálogo en arte. La marcha gélida de la percusión y los vientos con delay acentuaban esos gestos mientras el cantante suspiraba “Miren hacia arriba, estoy en el cielo”. Semanas más tarde y con un mórbido timing cubriéndolo, David Robert Jones –su nombre de nacimiento– abandonaba este planeta para convertirse, quizás, en alguna de las tantas criaturas interestelares que se crearon a sí mismas. Todas ellas, tan camaleónicas como vitales para la música moderna: el primer mod-crooner de sus inicios a Hunky Dory, la explosión glam andrógina de Ziggy Stardust, sus intentos de crear un nuevo soul plástico y su refinamiento como el Duque Blanco, la inolvidable saga de Berlín, su coqueteo con el pop global a mediados de los 80, aquel experimento electroindustrial de los 90 y su neoclasicismo post-2000. Bowie fue todos ellos, y aun en el fracaso comercial o crítico, su audacia influyó a múltiples generaciones de músicos, actores, artistas, pintores; hombres y mujeres que quisieron ser distintos y necesitaban a un mesías que diera el primer paso.
Prince (1958-2016)
Si el Duque Blanco fue capaz de invocar a una legión de extraterrestres y participar al público de eso, Prince construyó una galaxia donde efectivamente todos serían testigos, pero él se erigiría como único amo, señor y habitante de ella. Nadie pudo prever que un flaco de Mineápolis obsesionado con el sexo, el rocanrol, el funk, el soul, el blues, el jazz y el folk fuese a convertirse en una estrella de proporciones escandalosas. Prince llegó y conquistó. Atravesó géneros a su antojo, conservando una identidad marcada. Cultivó la extravagancia como nadie. Se vistió y desvistió con el calor de sus insinuaciones pornográficas. Creó su propia religión mental, una expresión de color violeta que entró como un proyectil en la cabeza de gays, héteros, blancos y negros; todos ellos bailando en la calle. Fue también un guitarrista soberbio, con una ductilidad capaz de canalizar en un lick a Jimi Hendrix, Santana, Nile Rodgers y Eddie Hazel. Y no solo eso. Obsesionado con el sonido, tuvo hasta la capacidad de ejecutar todos los instrumentos de varios de sus discos (¿Alguna vez escucharon el brutal 8, de su proyecto Madhouse?). Y en el camino quedaron himnos memorables: Little Red Corvette, 1999, When Doves Cry, Cream, Purple Rain y Let’s Go Crazy, algunos de ellos, todos repartidos en un apabullante catálogo de 39 discos. Para humanos de esta enorme clase, tal vez el deceso es la única fuerza capaz de frenarlos.
George Martin (1926-2016)
En palabras del crítico musical Stephen Thomas Erlewine, “fue tan ideal la unión de los Beatles con George Martin que su relación muchas veces parecía estar escrita en las estrellas”. Antes de ser considerado el quinto miembro de los fab four, Martin vivió por fuera del radar del rock. Trabajó inicialmente en el departamento de música clásica de la BBC y más tarde produciendo discos de comedia y novedades para Parlophone, una subsidiaria de EMI. Luego de que Decca rechazara a cuatro jóvenes de campera de cuero, un tal Brian Epstein se acercó a Martin para solicitar una audición para sus clientes. Poco se recuerda, pero Parlophone anteriormente también los había desestimado. Luego de ese intento, el productor no quedó muy convencido, excepto por las voces de dos de ellos: John Lennon y Paul McCartney. Desde ahí, y sin contar Let it Be, famoso –y tumultuosamente– producido por Phil Spector, la presencia de George Martin fue continua en la vida de los Beatles. Tuvo la capacidad de reconocer el talento y funcionar como colaborador desde un margen crítico. Pulió los detalles sonoros para presentar un repertorio iniciático al mundo, enfocó la capacidad creativa del grupo en tiempos de beatlemanía, abrió los brazos a los nuevos intereses del cuarteto en los pivotales Rubber Soul y Revolver, y se entregó por completo a los experimentos reveladores desde Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band en adelante. Martin fue el responsable de una nueva escuela de productores a seguir: esos capaces de sacar lo mejor de los artistas.
Gato Barbieri (1932-2016)
En el museo del Grammy o del Rock & Roll Hall of Fame o de alguna institución de renombre, en alguna esquina, rincón o parcela, deberían levantar un monumento a los siete años –de 1971 a 1978– en que Leandro “Gato” Barbieri hizo música. Desde El pampero hasta Trópico, pasando por Último tango en París y sus cuatro capítulos, Barbieri trajo al jazz una forma libre de verlo a través de una óptica de sonido latino en sintonía con lo que Cal Tjader y Dizzy Gillespie habían hecho en otros tiempos. Nacido en Rosario en 1932, Barbieri se asoció con otro argentino esencial como Lalo Schifrin y más tarde cultivó el free jazz en sociedad con Don Cherry, un discípulo de Ornette Coleman. Pero fue en los 70 donde su marca se sintió más fuerte. Bernardo Bertolucci lo convocó para hacer la música de su film Último tango en París, que le valió un Grammy y un contrato con el esencial sello Impulse!. Si bien siguió tocando en vivo durante los 80, una disputa con su sello lo alejó de los estudios significativamente hasta que en 1997 regresó con Qué pasa.
Scotty Moore (1931-2016)
En el especial de regreso de Elvis en 1968, el rey juntó a varios miembros de su primera banda para un show de TV que lo sacaría del letargo y a la vez marcaría el futuro de los ciclos intimistas en pantalla. De todos ellos, el más importante era Scotty Moore. Con su estilo que mezclaba el arpegio del country, el color del R&B y el machaque del blues, Moore inventó un nuevo lenguaje, uno llamado rocanrol. Canciones enormes como Jailhouse Rock y Heartbreak Hotel le permitieron mostrar las posibilidades de hacer de la guitarra un arma de destrucción masiva y en el camino darle a Elvis la base vibrante para su música. Aquellas grabaciones icónicas del rey para Sun Records pusieron a Moore en el ojo de cualquiera que quisiera subirse a las seis cuerdas. Tanto así que Keith Richards lo recuerda en sus memorias: “Elvis no sería Elvis sin Scotty Moore. Todos los demás querían ser Elvis, yo quería ser Scotty”.
Otros íconos de la música que también nos dejaron:
Maurice White (cantante de Earth, Wind & Fire), Leon Russell (cantautor), Juan Gabriel (cantautor mexicano), Sharon Jones (cantante de soul), Phil Chess (fundador de Chess Records), Alan Vega (cantante de Suicide), Glenn Frey (guitarrista, cofundador de Eagles), Keith Emerson (miembro de Emerson, Lake & Palmer), Natalie Cole (cantante, hija de Nat King Cole), Merle Haggard (cantante), Malik “Phife Dawg” Taylor (rapero, cofundador de A Tribe Called Quest), Bobby Vee (cantante), Paul Kantner (guitarrista, cofundador de Jefferson Airplane), Jerry Heller (manager de NWA), Prince Buster (cantante de reggae jamaiquino), Bernie Worrell (tecladista y cofundador de Parliament, Funkadelic).